domingo, 25 de enero de 2009

Recital de Heppner en el Real: si no fuera por la orquesta…

Hubiera sido un gran recital de no ser por la orquesta. ¡Y por la batuta! La de un tal Eric Hull, oriundo de Canadá y por eso mismo “sospechoso” de haber llegado hasta aquí por su amistad con el protagonista de la velada. A este director hay que reconocerle dos méritos: el de frasear con sosiego, sin precipitarse, y el de otorgar una gran plasticidad a la cuerda grave. Pero por desgracia su dirección fue la mayor parte del tiempo flácida, anémica, carente de tensión interna y tendente a la blandura e incluso la dulzonería. Que Wagner suene “bonito” es casi un pecado.

Y qué decir de la orquesta. Hay en ella gente muy seria, muy sólida y muy profesional, pero también hay quienes no se toman las cosas en serio o, sencillamente, no alcanzan un nivel técnico razonable. Está claro que no se puede despedir a la gente así porque sí, ya que detrás de cada contrato hay todo un problema humano, pero cada día se hace más evidente que hay que dejarse de paños calientes y adoptar una solución. En el recital de Heppner si los fragmentos orquestales se hicieron eternos fue por la batuta de Hull, pero si sonaron de manera bastante pobre (¡qué preludio de Lohengrin!) fue sobre todo -aunque no exclusivamente- por las insuficiencias de la Sinfónica de Madrid.

El tenor canadiense estuvo bien de voz, aunque sólo eso: el volumen no es grande en el centro pero, tras algunas tiranteces en la zona de paso, el sonido se desahoga en un agudo poderoso, brillante y de gran belleza. Las medias voces siguen siendo interesantes, aunque en “In fernem Land” la línea se quebró dejando en evidencia que las vacilaciones técnicas que últimamente aquejan al artista sigue ahí. Y en lo que al timbre se refiere, pues es cuestión de gustos: a mí me parece un poco leñoso pero no me desagrada en absoluto.

En cualquier caso, lo admirable del recital estuvo en el enorme talento artístico que Hepper ha demostrado siempre: su fraseo mórbido y elegante, su atención a las inflexiones del texto sin caer en amaneramientos, la calidez de su legato y la manera de dosificar tensiones para canalizarlas hacia sus espléndidos agudos siguen ahí.

Quizá le encontrara en la primera parte algo reservón: el aria de Max de Der Freischütz (de la que sólo escuché la mitad, pues una indisposición me obligó a salir de la sala), el referido monólogo de Lohengrin y el final del primera acto de La Walkyria estuvieron muy bien pero no me terminaron de emocionar.

La temperatura subió en la segunda parte, brillando Heppner en el dificilísimo soliloquio de Florestán, en las alucinaciones de Tristán (muy contenidas, nada propensas al desgarro teatral) y en la “canción del premio” de Maestros. Todos aplaudimos con satisfacción y nos regaló un emocionante “Winterstürme”. Cerrando el recital, y como sorpresa de la noche, “Dein ist mein ganzes Herz” de Lehár, con la última estrofa cantada en castellano. Grandes aplausos y larga cola en la fila de autógrafos.

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