miércoles, 1 de febrero de 2012

Don Giovanni en Valencia: tocar madera

No solo lo han dicho los blogs de Titus, Atticus y Maac, que ofrecen siempre las valoraciones más fiables de los espectáculos de Les Arts. También han coincidido los foros operísticos y la prensa especializada (¿se olvidaría esta vez Doña Helga del catering de cortesía?). Hay unanimidad: el Don Giovanni valenciano ha sido profundamente mediocre en lo escénico y aceptable sin más en lo musical, por lo que el saldo global es más bien negativo, o cuanto menos decepcionante. Mi opinión es la de todos, aunque quisiera ver la botella medio llena y subrayar la extraordinaria dificultad que este título supone para cualquier teatro, porque no hace falta solo una orquesta de nivel -cualquier limitación técnica se multiplica por dos ante la pureza de la escritura mozartiana-, sino también una batuta capaz de mantener el pulso durante tres horas y un equipo de al menos cinco cantantes de plena solvencia, amén de un regista que sepa estar a la altura de las excelencias del libreto de Da Ponte.


Falló estrepitosamente la propuesta de nada menos que Sir Jonathan Miller. Sus polémicas declaraciones me han resultado simpáticas (¿alguien duda que buena parte del público de Les Arts, o sea, la burguesía votante de Francisco Camps, va a otra cosa que no sea lucir los abrigos?), pero lo que no se puede es mostrar menos entereza moral que esos presuntos aficionados a los que critica y cobrar por no hacer nada: la dirección de actores me parece una de las mayores pruebas de incompetencia que he visto a un regista de renombre. De concepto escénico o algo que se le parezca, ni hablemos. Fea la escenografía -no por simple, sino por antiestética-, correcto el vestuario. Su única aportación, los demacrados espíritus femeninos -a lo novias de Drácula- que llevan al seductor a los infiernos. Si no sentí ganas de arrojarle a Miller desde mi localidad el programa de mano -no tengo ganas de hablar de las chorradas de Helga sobre la pureza mozartiana de Les Arts impresas en el mismo- fue porque aún he visto producciones peores de este título. Por ejemplo, la de Peter Mussbach que le vi a Barenboim en Berlín hace algunos años. Al menos esta que ha presentado el teatro valenciano -como saben, se había estrenado “incompleta” varias temporadas atrás debido a un accidente en el escenario- ha sido respetuosa con Da Ponte y no ha pecado de exceso de originalidad.



Grata sorpresa la de Nicola Uliviere: su voz es más lírica de la cuenta, pero el chico canta bien y da el tipo en escena. Le queda mucho por matizar para estar a la altura del rol titular, pero con el tiempo y buenos directores a su lado puede convertirse en un gran Don Giovanni. Me gustó bastante menos David Bizic, un Leporello plano y aburrido. Anna Samuil -creo que fue la Doña Ana que escuché en la función berlinesa arriba referida- hubiera ofrecido una recreación muy notable de no ser por las repetidas estridencias en la zona aguda. Decepción total Sonia Ganassi, mal de voz, despistada en el estilo y perdida en la psicología de Doña Elvira; perdida también, ay, en la sincronía con la batuta. Rosa Feola fue una Zerlina elegante y sensible, pero cosas mucho mejores se han escuchado a cantantes españolas; por ejemplo, a Ruth Rosique. Simon Lim cumplió como Masetto. Francamente bien Alexánder Tsymbayuk como el Comendador, que por su parte -impresentable la regie haciéndole sentarse a la mesa muy tranquilo- no dejó que flaqueara musicalmente el corazón de la obra, que no es otro que la penúltima escena. Como triunfador lírico de la noche quedó Dmitri Korchak, no muy desenvuelto en las agilidades de “Il mio tesoro” pero maravilloso fraseador, administrando la respiración y el legato para ofrecer una recreación cálida y entregada, sin ese distanciamiento un punto blandengue y hasta afectado con que otros cantantes encarnan a Don Ottavio.


Helga Schmidt puede ser una buena gestora -personalmente lo dudo- y tal vez entienda de voces -eso me parece más probable pese a algunos contratos dignos de expediente X, léase Marco Vratogna-, pero lo que cada día tengo más claro es que no tiene idea de batutas. Su patinazo a la hora de vender a Omer Wellber como un gran talento habla claro. Lo es también, por poner un ejemplo más, su despiste a la hora de encargar a Zubin Mehta -próximo Festival del Mediterráneo- un programa todo Brahms, cuando cualquiera que conozca la trayectoria del maestro sabe la manera en que se estrella con este compositor. Y lo ha sido a todas luces, como se venía venir desde el principio, ofrecerle Don Giovanni al maestro indio, porque su falta de sintonía con el universo mozartiano es manifiesta y, salvo algunos momentos de contrastada teatralidad -final del primer acto- o de apreciable sentido del pathos -arranque de la obertura y aparición final del Comendador-, la indiferencia expresiva ha terminado haciendo mella en la partitura, al menos en la función del estreno que tuve la oportunidad de presenciar.

 
No obstante merecen subrayarse dos aspectos muy positivo por parte de Mehta, a saber: el alejamiento de ese Mozart precipitado, excesivamente ligero de texturas y más bien frívolo que ahora está de moda -Abbado, Harding- para optar por la más saludable tradición centroeuropea, por un lado, y por otro un maravilloso tratamiento de las maderas que no solo las hizo sonar con una claridad pocas veces escuchada sino que además les dio, sin perder el adecuado equilibrio, todo el protagonismo que merecen en la genial escritura mozartiana. Medalla de oro, en este sentido, para toda la referida sección de la Orquesta de la Comunidad Valenciana, que mostró un nivel difícilmente superable para cualquier otro teatro lírico y se convirtió -al menos para quien suscribe, que disfrutó a tope de su trabajo en medio de la grisura- en la gran protagonista de la velada. Y ahora toquemos -precisamente- madera para que el nivel se vaya recuperando en los próximos títulos de la temporada.

1 comentario:

Andrés dijo...

Es curioso: estuve en aquel accidentado "Don Giovanni" que hubo que inventarse a raíz del hundimiento del centro del escenario y me pareció que Miller supo volver a la esencia teatral de la ópera: sólo disponía de 4 metros de escenario y planteó una escenografía estática a lo corral del Siglo de Oro, con tres puertas y tres ventanas, todo en negro. Y allí todo fluyó con naturalidad y con eficacia teatral. Menos es más, que diría aquél. El elenco vocal era mejor que el de este año (con un Schrott que todavía cantaba) y en el foso estaba Maazel, que dirigió a la antigua, diseñando un Mozart denso, monumental, trágico; poco ágil, sí, pero muy impactante. Fue, como hubiera dicho el propio Mozart, "hacer de la necesidad virtud".

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