jueves, 8 de marzo de 2012

El Gato Montés en la Zarzuela

Aproveché mi estancia en Madrid con la intención de escuchar Clemenza y Ariodante para recalar en el Teatro de la Zarzuela y asistir a una de las funciones de El gato montés que estos días se anda ofreciendo. Pasé un rato entretenido, porque el espectáculo global funciona, pero debo confesar que a mí esta ópera no me gusta. El libreto, escrito por el propio Manuel Penella, me parece muy mediocre, no por tópico (rematadamente tópico: gitanas, bandoleros, toreros, curas…) sino por la escasísima entidad de los personajes y lo mal trabado de la acción. A la música no le encuentro especial interés: hay melodías muy hermosas pero se echan de menos atmósfera, garra dramática y convicción. Y para tratarse de una obra estrenada en 1916 el olor a rancio resulta intenso. Me parece estupendo que títulos como este se lleven a escena, porque hay gente que los demanda y al fin y al cabo de nuestro patrimonio lírico se trata, pero de ahí a rendirse ante la presunta calidad de la ópera española, como pretenden algunos gestores culturales, críticos y musicólogos interesados -a veces económicamente- en el asunto, me parece que media un abismo.

El espectáculo funciona, dije arriba. Sobre todo en la parte escénica. No vi en su momento la producción de Emilio Sagi que se presentó en Sevilla por la Expo’92, pero la nueva propuesta de José Carlos Plaza me parece notable, tanto por la sensatez de un concepto que sabe ser personal sin renunciar a los imprescindibles clichés como por lo bien materializadas que están las ideas. A la bondad de los resultados no resultan ajenas las aportaciones de Pedro Moreno en el vestuario y Cristina Hoyos en la coreografía. Solo me han disgustado la excesiva oscuridad de algunas escenas y la monumental horterada del espejo (con su torito, su Virgen y demás avíos) que aparece en el primer cuadro del segundo acto.

Me tocó -en el Teatro de la Zarzuela nunca se sabe a quién vas a escuchar cuando compras la entrada con antelación- el segundo reparto. No estaba Ángeles Blancas, sino Saioa Hernández: una voz interesantísima, rica en armónicos, con mucho cuerpo, holgada por abajo y suficiente por arriba. Tiene aún que mejorar de manera considerable la dicción y aprender a convencer en lo escénico. En el rol titular me encontré con José Julián Frontal, que confirmó la excelencia de su estado vocal haciendo gala de un instrumento de primera, que corre estupendamente por la sala, y cuya calidad tímbrica le viene además muy bien al personaje. Como siempre su técnica es algo tosca, circunstancia que compensa con una apreciable intensidad dramática tanto en lo canoro como en lo escénico. El tercero en discordia fue el tenor mexicano Ricardo Bernal, de voz chiquita pero agradable, homogénea y manejada con mucho gusto.

Bastante bien los secundarios, sobresaliendo la Frasquita de Milagros Martín y la gitana de la guapa Marifé Nogales. El Hormigón de Luis Cansino estuvo muy bien cantado y alcanzó el punto justo de comicidad, sin el menor exceso, y más bien al contrario el Padre Antón del siempre entrañable Enrique Baquerizo, ahora mucho más actor que cantante. La orquesta no la dirigía esa noche -hablo del sábado 3 de marzo- el titular de la Zarzuela sino Óliver Díaz. Lo hizo con mucho brío, salero y entusiasmo, pero también con algo de precipitación y trazo no precisamente refinado. La Orquesta de la Comunidad de Madrid sonó menos que regular: obviamente ni Díaz ni Cristobal Soler han sabido domesticarla. Aun así, el público -ya pueden imaginar que de media de edad muy avanzada- se lo pasó en grande. Estupendo, ¿no?

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