martes, 28 de mayo de 2013

Pepita Jiménez: lo que Albéniz no da, Bieito no presta

Fui a Madrid este fin de semana atraído fundamentalmente por la representación de Pepita Jiménez, la ópera que Isaac Albéniz escribiera a finales del XIX sobre libreto en inglés de su mecenas Francis Money-Coutts, que ofrecían los Teatros del Canal contando con las mismas fuerzas que participaron en la única grabación completa de la obra, la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid, solo que sustituyendo la batuta de José de Eusebio por la de José Ramón Encinar. Yo había picoteado fragmentos en Spotify y me parecía una partitura hermosa, mientras que las críticas hacia el espectáculo eran en general bastante positivas. Bueno, pues jarro de agua fría.


Pepita Jiménez me ha parecido una ópera mediocre. ¿Que la partitura es bonita y está bien escrita? Desde luego. ¿Que aquí y allá se pueden detectar detalles de la enorme genialidad que albergaba el compositor catalán? Sin duda. Pero como ópera, a mi entender, no funciona. Porque en esta género la música tiene que crear atmósferas, definir situaciones, profundizar en los personajes, potenciar o completar lo que se está viendo… Y la obra albeciniana no solo no hace eso, sino que resulta muy plana en lo expresivo, ofrece clímax sin garra dramática e incluso llega a resultar reiterativa en la propia escritura orquestal. Vamos, que durante la hora y media sonaba siempre la misma música, que podía servir lo mismo para un “te amo” que para un “está lloviendo”. Que, por otro lado, Pepita Jiménez ande alejadísima en “modernidad” de lo que los grandes creadores del género estaban haciendo por las mismas fechas me parece lo de menos: el problema no está en que mira más al pasado operístico que al futuro, sino en que la conjunción entre la música y la historia inspirada en la novela de Juan Varela llega a aburrir.


Así las cosas, ni siquiera salvó los mimbres la magnífica producción escénica de Calixto Bieito. Por descontado que había numerosos elementos pensados más de cara a la galería, esto es, para escandalizar, que para profundizar en el drama: trasladando la acción a la dictadura de Franco (o sea, a la España de los señoritos y sacerdotes de del Franquismo en lugar de dejarla en la España de los señoritos y sacerdotes de la Restauración), el regista catalán intentó tocar las narices –y bien que lo consiguió: hubo conatos de abucheo– al Madrid de Rouco Varela ofreciendo imágenes como la de la Virgen desnudándose ante el seminarista, el cura pederasta fustigando a los monaguillos, los habitantes del pueblo convertidos en presos que se ven forzados a exhibir la bandera del aguilucho, y, sobre todo, las de la protagonista masturbándose en el confesonario, escupiendo la hostia consagrada y regándose con el vino del cáliz. No me impresionó nada de eso, pero sí lo hizo el momento en el que Don Luis degüella salvajemente a su rival el conde Genazahar, convertido aquí en un repugnante chulo de pueblo. Puro Bieito.


En cualquier caso, la propuesta escénica fue fascinante. no solo por la soberbia dirección de actores –casi todos los cantantes actuaron maravillosamente, siempre dentro de la línea extrema marcada por el regista–, sino también por la fuerza tanto plástica como dramática de sus ideas. A los veintiocho armarios que, en cuatro alturas, se distribuyen por el escenario, se les saca un partido insólito: estos se desplazan adelante y atrás creando un laberinto por el que deambulan los personajes, sirviendo además para albergar creencias y deseos ocultos, esconder esqueletos (¡cómo no!) y servir de refugio a unos personajes prisioneros de un marco asfixiante y oscuro que solo se ilumina, con feas luces de neón, en la fiesta –carcelaria en la propuesta de Bieito– en la que Pepita ejerce de benefactora; todo ello con la siniestra figura del Vicario como gran manipulador del pueblo, aunque quede claro que él mismo no es sino otra víctima de sus propias pasiones. Solo al final, cuando Don Luis se decide a abandonar la carrera eclesiástica para vivir su amor por Pepita, todas las puertas se abren –el cura se resiste inútilmente en una de ellas–, para dejar entrar, por fin, la luz “de verdad”, mientras la criada Antoñona, el personaje más honesto y liberado de la obra, se carcajea triunfalmente.


Este último rol, sin duda un bomboncito, fue estupendamente servido por Marina Rodríguez-Cusí, aunque desde mi posición (lado izquierdo de la fila sexta) a veces no se la escuchaba bien. Gustavo Peña –Camille en la Viuda alegre que espero ver dentro de un par de semanas con la OCNE– hizo un Don Luis intenso y notablemente cantado, aunque se podrían incorporar mayores matices psicológicos. José Antonio López estuvo bien como un Vicario muy logrado asimismo en lo escénico, y Federico Gallar lució la poderosa voz y las buenas dotes teatrales que tantas veces le hemos visto exhibir en zarzuela. Finalmente, Nicola Beller Carbone –que ya había hecho el papel en esta misma producción en el Teatro Argentino de La Plata– triunfó sin problemas –los sobreagudos gritados fueron lo de menos– en un rol largo y muy exigente en lo expresivo, y además respondió con plenitud a las tremendas demandas escénicas de Bieito.


Estupendo el coro de niños Pequeños Cantores. Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid estuvieron a su nivel habitual, o sea, medianito tirando a pobre, mientras que José Ramón Encinar dirigió con mucha más energía que sensualidad, vuelo lírico o atención al matiz. Tampoco es que sea fácil sacarle punta a esta partitura, la verdad.

Al final, los pocos abucheos antes referidos sirvieron de poco ante los aplausos intensos de esa noche del sábado 25 de mayo, última de las cuatro funciones que se ofrecían. ¿Mereció la pena? No lo sé. La escena me enganchó desde el primer momento, pero las aportaciones de Bieito no me parecieron suficientes, a pesar de su excelencia, para salvar una ópera difícilmente defendible.

2 comentarios:

Lluís Rodríguez Salvà dijo...

Indignante, la falta de criterio tan evidente que se palpa en tu escrito. No comenzaré a rebatirte porque no acabaría.
Sólo aportaré las palabras del eminentísimo crítico musical inglés Herman Klein respecto a esta misma obra: la primera en frío tras el estreno en Barcelona; la segunda con la tranquilidad de una reflexión personal realizada más de 20 años después.
“Alabo el manejo del material temático, el trato de las voces, la libertad melódica y la elusión de citas directas de folklore, y no dudo en comparar favorablemente la obra frente a otras óperas escritas esta misma década, incluidas las de Verdi y Puccini. (Sunday Times, Herman Klein, 5 de enero)

“Un trasfondo de profunda pasión compensa la falta de clímax dramático… su inusual sentimiento poético y su fidelidad a la vida se ajustan exactamente al temperamento y a las cualidades imaginativas del músico. […] Tan al día como el Falstaff de Verdi. [Su uso del leitmotiv es] más ingenioso y más diestro que los métodos más bien obvios adoptados por Puccini, y, en consecuencia, más interesante.” (Musical Times, 1 de marzo de 1918)

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Le contesto con tres años de retraso, don Lluís: tal vez sea usted el que, además de hacer una actitud chulesca, despreciativa y poco educada, carezca de criterio y buen gusto. Por cierto, no estaría mal que no tutease a quien no le ha dado la confianza para ello. ¿Aprendió usted alguna vez educación?

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