lunes, 11 de abril de 2016

Parsifal en el Real, o los problemas del concepto (I): la escena

Ya dije en una entrada anterior que los precios del Teatro Real son tan caros que había renunciado a acudir a las funciones de Parsifal: me parece escandaloso que se pidan más de cien euros por entradas de visibilidad más bien escasa, por mucho que estas se encuentren en la mitad inferior del recinto y cerca del escenario. Pero insistí un día tras otro en la web a ver si encontraba algo, hasta que el viernes por la mañana descubrí que se había puesto a la venta para el día siguiente una entrada de primera fila de "Zona Butaca de Delantera" por 91 euros. Caro para mi bolsillo –e imposible para el de muchos melómanos, no se olvide–, mas no un fraude como sí son otras entradas del teatro madrileño. Aunque pensé que me encontraría una barra estorbando la visión, lo cierto es que la visibilidad era muy buena, siempre y cuando me incorporase un poco hacia adelante, porque si dejaba descansar la espalda en el respaldo me perdía la embocadura del escenario. La acústica, excelente. ¿Bueno, y cómo estuvo finalmente este Parsifal? Pues a ver si me logro explicar.


La propuesta escénica de Claus Guth, una coproducción con Zúrich y el Liceu, me pareció una soberbia realización de un concepto muy discutible. Pero no porque la acción se trasladase a República de Weimar, con Amfortas y Klingsor convertidos en hijos de Titurel, propietarios todos ellos de una especie de sanatorio y balneario del que se encarga Gurnemanz, sino porque detrás de esta dramaturgia se esconde una metáfora tan lúcida como ajena tanto a las intenciones de Wagner como, sobre todo, a la música –mística, sufriente, trascendida y altamente erótica– que este escribió.

Metáfora la de Guth que a mi entender es muy obvia. Los pacientes son el pueblo que sufre los efectos de la crisis; la de la postguerra, claro, pero podría ser cualquier otra mucho más cercana en el tiempo. Klingsor es la cabeza visible del capitalismo salvaje, el verdadero dueño del poder. Amfortas es un líder político de "la casta", herido por su propia debilidad, léase corrupción, e incapaz de encontrar remedio a su imparable hemorragia. Ambos, Klingsor y Amfortas, no son sino las dos caras de la misma moneda, esto es, el sistema de la democracia parlamentaria y el capitalismo que se extendieron, indisolublemente unidos, a lo largo del siglo XIX.

Gurnemanz es el ministro que trata a veces con cariño, a veces con considerable dureza –en el acto I los enfermos llegan a tenerle auténtico miedo–, a quienes viven bajo su mandato. Kundry es la mujer en general, ora sirvienta, ora prostituta, siempre al servicio del varón. El burdel de Klingsor es el mundo del hedonismo capitalista que intenta distraer, a quienes viven de manera más o menos confortable bajo el sistema, de la dolorosa realidad que les rodea. La lanza es el bastón de mando, el poder verdadero, y está a buen recaudo en el castillo de Klingsor, léase de los grandes financieros, de quienes manejan realmente el cotarro. El Grial es un símbolo del sistema democrático, algo en lo que al principio todos creen pero que con el paso del tiempo, con el agravamiento de la crisis, deja de ser un referente para convertirse en algo vacío de contenido ("nuestra democracia es una mentira") que necesita urgentemente de una renovación; lo guarda Amfortas en sus estancias pero solo cobra sentido cuando, cada determinado tiempo (¿eleccciones?) es sacado fuera de su vitrina para realizar la ceremonia colectiva; Titurel, quizá el jefe del Estado, necesita beber regularmente de él para seguir viviendo.

Y Parsifal, por descontado, es el "loco puro" limpio e incorrupto, aquel que nunca se integrará en "la casta"; aquel que, después de resistir la seducción del sistema –Amfortas no había tenido éxito a la hora de apartarse de la tentación– y de empezar a predicar con éxito su doctrina –parte del dúo con Kundry está convertido aquí en una arenga ante sus seguidores–, le arrebatará el poder a Klingsor y se convertirá en nuevo líder de un pueblo que le aclama mientras él, con la lanza y el Grial ya uno junto al otro brillando en lo alto... ¡implanta una dictadura militar!  Y lo hace acabando de una vez por todas con el corrupto y decadente sistema anterior –Klingsor y Amfortas se retiran, abatidos– para ponerse al "verdadero" servicio del pueblo. Faltaría más. ¿Les suena?


En fin, como lección de historia, de la historia de Alemania pero no sólo de la de ese país, lo de Claus Guth me parece formidable. Como advertencia de lo que está por venir, imprescindible. Y como teatro es admirable por lo bien hecho que está todo, con su escenario giratorio tripartito, su espectacularidad visual nada pretenciosa, su excelente dirección de actores y sus inteligentes soluciones dramáticas. Pero esto no es Parsifal. Lo que se ve chirría en demasiadas ocasiones por su flagrante contradicción con lo que se escucha, muy particularmente en el sublime final: esa música no pega nada con el protagonista transformándose en un trasunto de Hitler. Reconozco, eso sí, que con el planteamiento de Guth cobra perfecto sentido eso de "redención al Redentor". ¿Nos redimirá alguien de los nuevos redentores, o caeremos finalmente todos, ay, víctimas de su seductora pureza, de la pureza de los "locos puros" tan atractiva para quienes están hartos del sistema?

Mañana les hablaré de la vertiente musical de este Parsifal, que por cierto guarda no poca relación con la escénica en lo que a la labor de Bychkov se refiere.

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