miércoles, 4 de mayo de 2016

Idomeneo por Livermore, Biondi y Kunde en Les Arts

Decía en la entrada anterior que Davide Livermore, en calidad de intendente del Palau de Les Arts, se ha autoprogramado como director escénico en la nueva producción de Idomeneo que ha ofrecido en los últimos días y que he podido ver en la función del pasado día 1. No me escabullo: voy a dejar bien clara mi opinión sobre el tema.

Creo que el italiano ha hecho bien, al menos de momento. Habida cuenta de que tenía ya una trayectoria en esta faceta en el teatro valenciano, y de que en ella había demostrado más que probada solvencia, resulta sensato y adecuado que no renuncie a este tipo de trabajo, pese a que ahora desempeña un puesto muy exigente en lo que a dedicación laboral se refiere: está bien que él desarrolle su creatividad artística y que Valencia se beneficie de los resultados de la misma. Me seguirá pareciendo plausible que en alguna que otra oportunidad siga encargándose de estas labores en el antiguo cauce del Turia, siempre y cuando centre sus esfuerzos en sacar adelante el teatro, cuestión nada fácil habida cuenta de las circunstancias políticas y económicas. Ahora bien, me parecerá muy mal que con el tiempo en Les Arts ocurra lo que ocurrió en el teatro de mi tierra, el Villamarta. Allí su antiguo director, que también tenía ya un pasado como regista cuando accedió al cargo, decidió no solo empezar a recuperar algunas de sus antiguas puestas en escena que había hecho para el Gran Teatro de Córdoba, sino también convertirse en encargado casi exclusivo –hubo alguna muy contada excepción– de las nuevas producciones escénicas; producciones que, por descontado, estaban pensadas para intercambiarse con otros centros líricos, con todo lo que ello supone. Ignoro que hará Livermore en el futuro, pero de momento se rumorea en la red que para la próxima temporada va a recuperar una producción suya de Las vísperas sicilianas. ¿Terminará sufriendo el síndrome de "el teatro es mío y yo soy su protagonista"? Confío en que eso no ocurra.

Dicho esto, en Idomeneo ha realizado un notable trabajo. Inteligente, personal, arriesgado y atractivo, ya que no del todo convincente. Transformar el argumento propio de una opera seria en una película del espacio resulta una reveladora y brillante traducción a nuestros días de las peripecias épicas de aquel género, y además ofrece la oportunidad –ahí ha sido muy astuto– de deslumbrar con fascinantes videocreaciones de mares enfurecidos y cielos estrellados. Situar la acción en un planeta Tierra inundado por las aguas también parece un acierto. Hubo, además, soluciones teatrales de alto nivel y un espléndido sentido del tempo teatral. Poner al final el ballet y darle al libreto el final del 2001 de Kubrick –escena en el dormitorio y feto espacial incluidos– chirría, por el contrario, de manera considerable. Las gansadas de bailarines y figurantes sobre la lámina de agua también sobraban, al igual que las distracciones que de vez en cuando alejaban nuestra atención de los cantantes. Aun así, muy bien.



El que no me convenció fue Fabio Biondi, aunque tampoco quiero restarle méritos: leo lo que escribí sobre el Idomeneo de López Cobos en el Teatro Real, que fue un desastre por culpa precisamente del zamorano, y me veo en la obligación de reconocer que al menos el director de Europa Galante sí que ofreció esa vitalidad, esa decisión y esa palpitación interior que no hubo en aquellas plomizas funciones. También debo apuntar que se mostró muy sensato desde el punto de vista filológico, optando por una articulación solo moderadamente historicista, ágil pero no nerviosa, ligera pero no liviana, incisiva pero sin agresividad, y aportando una gran riqueza con la decisión de, aparte del fortepiano para los recitativos, incluir un clave como bajo continuo. La Orquesta y el Coro de la Comunidad Valenciana le sonaron maravillosamente bien. Entonces, ¿por qué no me gustó su dirección? Pues por su rigidez, su carácter lineal, su falta de vuelo lírico, su escasez de variedad expresiva... Por su falta de matices, vaya, y sobre todo por su falta de cantabilidad. No solo eso: viéndole desde encima del foso, que es donde me suelo situar, daba la impresión de que su gestualidad distaba de resultar ortodoxa, por decirlo de alguna manera. Siendo más claro: me dio la impresión de que este señor no domina el arte de dirigir una orquesta sinfónica. Seguro que estoy equivocado.

Al final, el gran triunfador de la velada fue, a sus sesenta y dos añitos, Gregory Kunde. Importa poco que su voz sufra desigualdades y a veces suene algo leñosa, porque corre por la sala de maravilla, posee tremenda brillantez en el agudo y, lo que es más espectacular, conserva las agilidades que el tenor norteamericano desarrolló en su etapa rossiniana. ¿Cómo si no se explica que ande cantando en la actualidad los dos Otellos? Si semejante técnica le permitió brillar en su tremenda aria del segundo acto –aquí utilizada para dividir en dos la partitura, algo recortada en duración pero incluyendo el antedicho ballet–, su contrastada sensibilidad y su capacidad para plegarse a la expresividad mozartiana, sin la menor tentación de romantizar su línea de canto, hizo que convenciera y emocionara en su encarnación del protagonista.

Monica Bacelli es una cantante que me gustó mucho cuando la conocí gracias al DVD del Tamerlano de Haendel con Pinnock. Sin embargo, cuando la vi en el mismo rol titular en directo –Teatro Real, con Plácido Domingo– me convenció menos. Con Idamante también me ha dejado a medias: canta con gusto y musicalidad, pero le faltan pasta vocal y potencia expresiva para estar a la altura de quien encarnaba a su padre. Solvente, pero solo eso.

Estupenda Lina Mendes como Ilia. Su voz resulta un tanto anodina, pero la chica canta de manera irreprochable y su musicalidad es exquisita. Mozart, puro Mozart es lo que ella ofreció, con toda su sensualidad y su ternura pero sin una pizca de esa mojigatería con que a veces se aborda el rol. Y de menos a más Carmen Romeu –voz con carne, adecuada para el personaje– como Elettra, que empezó de manera muy digna para terminar convenciendo por completo en su exigente "D'Oreste e d'Aiace", verdadera piedra de toque para una soprano más o menos dramática en este repertorio. Los demás cantantes desempeñaron con dignidad su cometido, incluido Emmanuel Faraldo en ese aria de Arbace que no se sabe muy bien qué hace ahí metida.

En resumen, notable producción escénica, buen elenco vocal y correcta dirección musical de una orquesta y un coro sensacionales. Pese a los reparos, me lo pasé estupendamente.

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