Fíjense ustedes si este blog es un caos, que comenté el
primer volumen de la edición Celibidache con la Filarmónica de Múnich en EMI allá por enero de 2013 y hasta ahora no la retomo. Bien está, en cualquier caso, si me ha servido para volver a escuchar el glorioso contenido del segundo: las seis últimas sinfonías, el
Te Deum y la
Misa en fa menor de Anton Bruckner. O sea, una auténtica especialidad de la casa en la que se siguen unas maneras bien conocidas por la mayoría de los aficionados: tempi lentísimos, fraseo muy concentrado, extraordinaria claridad polifónica, concepto orgánico del discurso musical, absoluta reivindicación del legato para obtener una extrema delectación melódica y, ya en lo puramente expresivo, una mezcla prodigiosa entre nobleza, elevación espiritual y grandeza humanística que no se queda en lo meramente contemplativo, sino que incluye también una importante dosis de tensiones y de fuerza dramática, como también de atmósfera y de brumas, hasta el punto de que podemos definir a este Bruckner como "gótico".
Un Bruckner, pues, construido a base de grandes bloques sonoros, poderoso y concentrado, más organístico que nunca, de belleza suprema pero en absoluto preciosista, de claras resonancias panteístas y por momentos muy visionario, que exige al oyente una atención y una resistencia tan considerables como la que sin duda Celi debió de exigir a los miembros de su orquesta, que a veces se las ve y se las desea para ofrecer la plenitud sonora que la batuta demanda. Y un Bruckner, también hay que decirlo, muy distinto del último que anda ofreciendo Daniel Barenboim, quien frente a la Staatskapelle de Berlín ha sabido restar brumas, aportar luminosidad y responder a la meditadísima construcción celibidachiana con una fluidez, una ligereza bien entendida y una apariencia de espontaneidad que nos dan una muy distinta visión de este maravilloso universo.
La
Sinfonía nº 4, registrada en octubre de 1988, recibe una interpretación plagada de momentos mágicos, como el arranque de los movimientos extremos, plenos de misterio, o toda la coda final, un verdadero prodigio de cómo alcanzar la más increíble mezcla entre transfiguración espiritual y fuerza dramática a través de una increíblemente lógica, minuciosa y amplia construcción de las tensiones. Sin embargo, la comparación con el testimonio que nos dejaría Celi al año siguiente (que se extiende hasta unos increíbles 82':0), comercializado en audio por Sony Classical, relega este registro a un segundo plano; muy particularmente por el increíble Finale, una de las mejores interpretaciones de Bruckner que haya escuchado en mi vida.
Grandísima la
Quinta. Aunque algo más lenta que su filmación ocho años anterior (87:40 frente a
84:04), el resultado es, siempre dentro del concepto espiritual y reflexivo pero
no por ello precisamente resignado ni escaso de tensión interna, más bien similar. Por eso mismo, lo menos interesante es un
primer movimiento dicho con extraordinaria nobleza pero carente de ese espíritu
combativo y de esa garra dramática que parece pedir. Lo mejor vuelve a ser un
Adagio paladeado al límite y dicho con infinita poesía: la exposición del tema
coral resulta sublime e irrepetible. El Scherzo posee fuerza y tensión más que
suficientes, si bien el maestro prescinde de sus posibilidades más
inquietantes y destila una poesía llena de encanto en sus temas líricos. El
Finale es impresionante a pesar de su enorme lentitud –solo superada por
Klemperer en EMI–, estando construido con mano verdaderamente maestra –los picos
de tensión son abrumadores– y ofreciendo una amplitud y una solemnidad grandiosas
sin caer nunca en lo retórico.
La
Sexta, al parecer, es la misma interpretación que la editada por Sony en DVD y SACD, solo que
aquella corresponde a tres días y esta de EMI solo al último, el 29 de
noviembre. Interpretación profunda, humanística y de un admirable equilibrio entre la vertiente
épica y la lírica. Eso sí, sorprenden de manera considerable sus tempi moderados, diríase que "normales", salvo en un Adagio
paladeado hasta el límite en el que Celi hace hala de un fraseo noble, cantable
a más no poder, lleno de inflexiones tan sutiles como sensibles, y destila una sublime poesía en la que carnalidad humanística y elevación espiritual se
dan sorprendentemente de la mano. La claridad es admirable, como también la
arquitectura global de la pieza y la total ausencia de pesadez o retórica, por
lo hablar de la plasticidad con la que están tratados las diferentes masas
orquestales.
La
Séptima, de 1994,
sufre la tremenda competencia de la suya en con la Filarmónica de Berlín dos años anterior, aquí comentada Los tempi no son ahora tan lentísimos, 79:10
frente a 86:15. Quizá por eso no se consiga la misma increíble elevación
poética del primer movimiento, pero a cambio los clímax del mismo son más
escarpados y rebeldes. Quizá también los dos últimos movimientos sean aun más
convincentes, aunque la orquesta manifiesta unas limitaciones que no tenían los berlineses. A destacar el
hallazgo lírico que supone el trío del scherzo y la monumental construcción
polifónica del Finale.
La
Octava es de 1993. Aquí Celi repide el concepto de su filmación en Tokio dos años anterior,
editada por Sony, ahora con unos tempi sensiblemente más lentos en los dos últimos movimientos,
aunque con resultados igualmente memorables. Personalmente prefiero un enfoque
más rebelde, ominoso y terrible en los dos primeros movimientos, menos
espiritual y esencializado que el que adopta aquí nuestrp artista, pero es imposible
resistirse ante tan genial muestra de planificación –las tensiones están
construidas de manera milagrosa a pesar de la enorme lentitud–, de dominio de la masa orquestal y, en general, de convicción expresiva. El tercer movimiento
difícilmente encontrará parangón en la discografía en su perfecta fusión de
emotividad y control de la arquitectura, mientras que en el cuarto, pese a
resultar poderosísimo y avanzar de manera implacable, se iluminan multitud de
recovecos de lirismo que suelen pasan desapercibidos.
En la
Novena, por increíble que parezca, el maestro pincha relativamente. Al menos en el primer movimiento, sin duda lo menos logrado de todo el Bruckner de Celi en
Múnich. Aquí las lentitudes sí que le juegan una mala pasada. Aunque no
es solo cuestión de velocidad, sino también de lógica constructiva, lo que
resulta extraño para tratarse de la batuta que se trata: la
exasperante parsimonia con la que está paladeado el tema lírico tanto en su
primera enunciación como en sus diferentes reapariciones contrasta con el tempo
más sensato de otras secciones, de tal modo que el movimiento pierde continuidad
y parece trazado a pedazos sin lógica interna. Su final, en cualquier caso,
posee una fuerza abrumadora, y todo él está sonado con la asombrosa perfección
polifónica esperable. El Scherzo está mucho mejor,
ciertamente lento pero no exento de fuerza interna, amén de portentosamente
clarificado –qué trabajo más perfecto con las maderas– y ricamente cantado en el
trío. El Adagio, aun con algún que otro pasaje más moroso de la cuenta y unos
metales que no dan del todo la talla en los momentos más escarpados, sí que
ofrece esa magia poética, mezcla de reflexión mística y poesía doliente, que
necesita esta música venida del más allá. Y no crean que Celi se queda en la
mera contemplación: aunque su enfoque sea en buena medida espiritual, los clímax
alcanzan una fuerza visionaria abrumadora. El final, concentradísimo y lleno de
belleza, no nos quita el agridulce sabor de boca que nos deja esta recreación.
En la
Misa en fa menor se puede hablar más que nunca de un Bruckner catedralicio. Más
concretamente, se podría hablar de una catedral gótica. El genial compositor
diseña una arquitectura inmensa, pero de una rara perfección en su estructura,
con unas líneas tectónicas perfectamente estudiadas que sostienen con firmeza el
edificio sin que este dé la sensación de pesadez. La luz se filtra por las
vidrieras generando sutilísimos matices cromáticos que contribuyen a que el
interior se llene de misticismo al mismo tiempo estremecedor, solemne e
inquietante. Celibidache hace aún más grande esa arquitectura, recrea con
insólita naturalidad la estructura de fuerzas internas y acentúa la experiencia
sensorial de este monumento, trátese de la súplica fervososa –Kyrie–, la
exaltación visionaria –Et resurrexit– o la contemplación lírica del encuentro
entre lo divino y lo humano –increíblemente bello Benedictus–, bien secundado
por una orquesta al borde de sus límites y por un coro, el Philharmonischer Chor
de Múnich, que canta con sorprendente unción sagrada. En el cuarteto flojean un
Peter Straka un tanto incómodo y un Matthias Hölle monolítico y engolado, pero
Doris Soffek y, sobre todo, Margaret Price, son para hincarse de rodillas.
El
Te Deum desconcierta un tanto, ya desde un arranque en el que sorprende no encontrar ese fulgor rotundo y visionario al
que estamos acostumbrados. Celi va a ofrecer una visión muy
personal en la que, aun estando las tensiones muy presentes a través de una
lógica, natural y perfectamente organizada planificación horizontal, el arrebato
queda en segundo plano para poner de relieve el lirismo al mismo tiempo
humanista y altamente espiritual que anida en la obra. Con Celi, las melodías
vuelan más lejos que nunca y la belleza trascendida se imponen frente a otras
circunstancias, dando como resultado una lectura sin duda discutible por su
enfoque –no así en el idioma bruckneriano, sencillamente perfecto–, pero en
muchos aspectos reveladora. Funciona muy bien el cuarteto formado por Margaret
Price, Christel Borchers, Claes H. Ahnsjö y Karl Helm. Los coros realizan un trabajo muy entregado, aunque las sopranos pasan apuros en las
notas más agudas. Por desgracia, se ven
relegados por una toma sonora algo problemática, realizada en la Lukaskirche de la capital bávara en julio de 1982.
Los demás registros se realizaron, siempre en directo, con mucho más satisfactoria toma sonora en la Philharmonie de Múnich entre 1987 y 1994. Quien quiera más datos sobre duraciones y otros testimonios fonográficos del maestro, puede acudir a
esta extraordinaria web imprescindible para todo bruckneriano que se precie. Por lo demás, la conclusión está clara: volumen obligatorio en cualquier discoteca.