sábado, 25 de febrero de 2017

Sobre la subjetividad de la crítica musical

En una entrada anterior se ha abierto un debate entre el músico y crítico Juan Ramón Lara y un servidor que me parece interesante para todos los lectores. Por ello he decidido trasladar a esta nueva entrada mi principal reflexión sobre el mismo: la necesaria subjetividad de la crítica de la interpretación musical.

Afirma el señor Lara que “difícilmente podemos compartir ideas que no pertenecen más que a un mundo interior: en este género no estamos escribiendo poesía”; reivindica “detalles concretos que hagan más deseable una que la otra, más allá de la "expresividad", la "musicalidad", "el alma" u otros conceptos inconcretos que me recuerdan a la "intensidad" en los deportes: un comodín que todo lo explica sin decir gran cosa”. Entiendo perfectamente estas reflexiones, pero no lo comparto. Intentaré explicar por qué.


En mi opinión, detrás de todas esas razones digamos que objetivas sobre la interpretación, léase “técnicas”, mensurables, como pueden ser el tempo, el vibrato, la agógica, la dinámica, la ornamentación y todo lo que ustedes quiera, hay otra cuestión. Intangible, por completo subjetiva e imposible de cuantificar de otra manera que no sea haciendo uso de términos más o menos “poéticos”: me estoy refiriendo a esa “expresividad” musical o a esa “intensidad” en los deportes que a mi interlocutor le parecen meros comodines. Porque pienso que, como han dicho algunos grandes músicos y probablemente pensamos muchos melómanos, la música está detrás de las notas.

¿Qué diferencia en esos aspectos “objetivos” a Claudio Arrau de Daniel Barenboim, pongamos por caso? Aparte de la mayor densidad del sonido del de Buenos Aires, creo que muy poco, pero son artistas muy diferentes en lo expresivo. Y grandísimos los dos, en mi opinión.

Pensemos ahora las sinfonías de Brahms por Barbirolli, por Böhm y por Giulini, todos ellos al frente de la misma orquesta, la Filarmónica de Viena. Me parecen tan maravillosas como radicalmente distintas entre sí: dramático el primero, marmóreo el segundo y enternecedoramente humanístico el tercero. Calificativos estos que algunos encontrarán inconcretos, insuficientes, quizá hasta ridículos, pero en los que muchísimos melómanos coincidimos. Y a algo ha de deberse semejante coincidencia. Por descontado, podemos y debemos hablar de si uno de estos señores hace sonar a la cuerda más aterciopelada (¿otro epíteto en exceso difuso?), el otro resulta mucho menos flexible en la agógica y el de más allá recurre a unos tempi muy dilatados (aquí sí, podemos usar algo tan científico como un cronómetro). Pero creo que lo que realmente importa está más allá y solo puede ser concretado, y por ende transmitido a los demás, con esos términos todo lo escurridizos que se quiera, pero muy significativos para la mayoría de los mortales.

Otro ejemplo: a Furtwängler se le suele calificar como “director filósofo”. ¿Y qué diantres es eso? Pues no lo sé, pero es algo que una enorme cantidad de aficionados vemos con claridad tanto en su época “de guerra” como en la última etapa de su carrera, muy distintas entre sí en lo formal y también en lo expresivo, pero todas ellas dichas desde un mismo prisma que solo puede ser calificado mediante esa “poesía” que el señor Lara rechaza, como seguramente lo hagan la mayoría de los intérpretes. Lógico y natural: la visión de los músicos por fuerza tiene que ser distinta de la de las personas que nos sentamos en el patio de butacas. De hecho, un maestro como Barenboim ha señalado repetidamente la imposibilidad de concretar con palabras la experiencia auditiva más allá de valores puramente musicales, aunque luego él mismo ha escrito sobre el arte de Furt –perdónenme que cite memoria– que éste es trágico en el mismo sentido de la tragedia griega, es decir, en la necesidad de descender hacia el abismo como ineludible camino hacia la redención. ¿Ven ustedes? Si no es de esta forma, es muy difícil describir la esencia del arte del inolvidable maestro alemán más allá de su flexibilidad en el tempo o del sentido orgánico del fraseo.

Lo diré de otra manera: los músicos –y también algunos críticos– suelen fijarse en los árboles, pero algunos melómanos preferimos ver el bosque. Y a cada uno el bosque nos puede causar una impresión muy diferente, por mucho que analicemos botánicamente cada uno de sus árboles. En fin, sé que mis palabras no podrán convencer a quienes sostienen opiniones divergentes, pero al menos he intentado hacer comprender mi postura.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Concierto John Williams con la Filarmónica de Málaga

Adoro la música de John Williams. ¿De segunda fila? Es posible, aunque nada malo veo en ello. ¿Sin nada novedoso que aportar a la evolución de este noble arte a lo largo de las últimas décadas? Muy probable, sin que tampoco encuentre delito en tal circunstancia. ¿Facilona de escuchar y plagada de convenciones? Sin lugar a dudas: cuando se escribe para la pantalla grande resulta imprescindible llegar a un público en su inmensa mayoría no familiarizado con las novedades del lenguaje musical. ¿Deudora de muchos de los grandes compositores de finales del XIX y del primer tercio del siglo XX? Por supuesto, pero no por ello anda escaso de personalidad: John Williams siempre suena a John Williams incluso cuando cita más o menos directamente a Tchaikovsky, a Prokofiev, a Stravinsky, a Copland o a Walton.


Lo cierto es que el compositor de Star Wars ha sabido llegar al corazón de cientos, miles de personas en todo el mundo. E incluso les ha preparado los oídos –a mí mismo, sin ir más lejos– para ir a mayores y disfrutar de los grandes genios. ¿Y cómo ha conseguido esto? Pues con una música que es al mismo tiempo popular y culta, que está fabulosamente escrita en el aspecto técnico –nada de silbar melodías: contrapunto y desarrollo temático son formidables–, que alcanza siempre una extraordinaria conjunción con la imagen –sin que sea imprescindible ésta para disfrutar de los pentagramas– y, sobre todo, que ofrece una inspiración de altísimo nivel, aunque –como todo el mundo– haya conocido altibajos y ahora, a sus ochenta y cinco años, no se encuentre en su mejor momento creativo: Mi amigo el gigante dejaba que desear.

Ofrecía el pasado domingo la Filarmónica de Málaga un concierto bajo la dirección de Arturo Díez Boscovich –simpatiquísimo y muy hablador presentando cada obra– cuyo programa Indiana Jones/Harry Potter, supongo que diseñado por el joven maestro malagueño, parecía pensado para mí: yo hubiera escogido exactamente las mismas piezas, aunque eché de menos la ausencia de tres de las inicialmente previstas, suprimidas sin mediar explicación.

Comenzaron con la celebérrima Raiders March, que desde el punto de vista interpretativo dejó más o menos clara la línea que iba a seguir el concierto: orquesta con evidentes desigualdades entre sus familias, sonando los metales más bien pobres para las exigencias de esta música, y dirección vistosa, animada y entusiasta, aunque sin muchas sutilezas.



Siguió el bellísimo Marion’s Theme, en un afortunado arreglo de concierto que el compositor, no siguiendo su tónica habitual, decidió no incluir en el disco. The Basket Game corresponde a la escena de la persecución de la cestas en la primera de las películas de la tetralogía, un portentoso ejercicio de virtuosismo compositivo –y de sincronización con la pantalla– un tanto en la línea de los scherzos de Prokofiev que adora el norteamericano. The Map Room, desdichadamente sin la presencia del coro, es uno de los mejores fragmentos de la obra del maestro: pleno desarrollo del ominoso tema del Arca de la Alianza cuando el protagonista utiliza un rayo de luz para localizar su ubicación a través de una maqueta. Siguió la electrizante Mine Car Chase del Templo maldito, otro prodigio de escritura orquestal en el que, me temo, ni orquesta ni director lograron alcanzar el frenesí de la interpretación original.

De la cuarta entrega del aventurero interpretado por Harrison Ford nos llegaba el Irina’s Theme. Decía Díez Boscovich que le recordaba a los grandes temas de amor del cine negro vinculado a mujeres fatales; podría ser, pero a mí las primeras cuatro notas me parecen prestadas de uno de los temas rusos –el personaje es una agente soviéticaescritos por Nino Rota para Guerra y Paz. De la misma película venía Call of the Crystal: ¿por qué no mejor la excitante A Whirl Through Academe que estaba también prevista? El Scherzo for Motorcycle and Orchestra de The Last Crusade fue lo más inspirado de Williams para el tercer título de la saga, acción y humor a tope con una habilidad increíble para jugar con el ritmo, la orquestación y los leitmotivs.


Fabulosa idea la de incluir el brillantísimo, maravilloso arreglo del Anything Goes de Cole Porter realizado por John Williams  para el capítulo segundo; no hubo coro, pero sí una digna solista vocal llamada Bárbara Pareja. Lo peor vino al final de esta primera parte del concierto: títulos de crédito de la misma película sólo desde la melodía del pequeño Short Round, es decir, sin poder escuchar el tema del Templo maldito propiamente dicho. ¡Qué rabia!

Las tres primeras películas de Harry Potter se encuentran llenas de temas muy inspirados por parte de Williams, aunque también de otros que no lo están tanto. De la primera de ellas ofreció una suite de concierto extrañísima, por estar orquestada cada una de sus piezas, salvo Hedwig’s Flight y Harry’s Wondrous World –inicio y final–, para un determinado conjunto de instrumentos. Así, Hogwarts Forever sonó en el conjunto de trompas lo más flojo de la Filarmónica de Málaga, al menos este domingo–, Voldemort para la madera grave, Nimbus 2000 para las maderas en su totalidad, Fluffy and his Harp en su orquestación original para arpa y contrafagot (¡estupenda la primera, sensacional este último en su dificilísima parte!), Quidditch para los metales, Family Portrait para la cuerda grave –si no recuerdo mal–, y Diagon Alley en su plantilla original para pequeño conjunto de vientos, percusión y violín stravinskiano (perfecta la concertino, por cierto). Se disfrutó, en definitiva, de una "Guía de orquesta para jóvenes" a la manera de Williams. 

 

Suprimidos los dos inspiradísimos fragmentos que se habían seleccionado del tercer título de la saga Aunt Marge’s Waltz y A bridge to the Past–, concluyó el concierto con dos páginas del segundo, el noble tema de Fawkes the Phoenix y The Chamber of Secrets, sin duda las piezas mejor interpretadas: cuerda empastadísima, cálida y dúctil fraseando la melodía dedicada al fénix, perfecto el equilibrio de planos y la seguridad de los metales en el excitante arreglo de concierto del tema dedicado a la cámara donde se esconde el basilisco.

Yo me lo pasé en grande. El público, muy joven en su mayoría, también lo hizo, corroborando la excelencia de la iniciativa. Una puntualización: señalaba Díez Boscovich que cuando él era pequeño no se hacían conciertos de música de cine, y eso no es del todo exacto. Yo pude ver y escuchar a Jarre, a Golsmith, a Elmer Bernstein, a Morricone, a Nieto, a Yared, a Shore, a Raksin dirigiendo a North o a Savina dirigiendo a Rota en los tristemente desaparecidos Encuentros Internacionales de Música de Cine de Sevilla. ¿Por qué se fue al traste aquello?

martes, 21 de febrero de 2017

¿Criticar? A cineastas, sí. A músicos, no.

Aunque he dado por cerrada mi discusión con un anónimo lector sobre las bondades de la violinista Amandine Beyer, no quiero dejar de destacar una reflexión de carácter mucho más general que apunté al hilo de la polémica. ¿Por qué está tan mal visto criticar con gran dureza a los músicos cuando eso mismo es moneda corriente cuando se trata de cineastas? Cojan ustedes las páginas de cualquier periódico o revista y encontrarán con facilidad comentarios durísimos sobre directores, actores o películas de toda clase, desde los grandes nombres del circuito internacional hasta los debutantes locales.

 
Permítanme un ejemplo de hoy mismo. Sin ir más lejos, lean lo que en las páginas de Diario de Sevilla, en las mismas en que se alaba (aquí) el concierto de anoche de la OBS y la señora Beyer, acaba de escribir mi muy admirado Carlos Colón sobre la recién estrenada película El nacimiento de una nación: "un fracaso merecido", "pésimo y sanguinolento panfleto mal rodado", "tremendismo efectista, mal filmado y peor administrado", "ridículas libertades poéticas y simbólicas, cursis y mal insertadas", "una mala película que además tiene un tufo de insinceridad oportunista" (leer aquí la crítica completa).

¿Se escandaliza alguien de estas palabras? No creo. ¿Se molestarán los admiradores de la película? Muy probablemente, pero ahí lo dejarán estar. ¿Escribirá alguien vinculado al filme al susodicho crítico para ponerlo de vuelta y media? Seguro que no: semejantes ridiculeces solo las hace Pedro Almodóvar. Sin embargo, cuando yo he hablado así sobre artistas como Enrico Onofri o la citada Beyer se me ha dicho absolutamente de todo. ¿Por qué? No lo sé, pero parece claro que opinar con libertad sobre músicos –y denunciar lo que a uno le parece realmente mediocre– es mucho más difícil que hacerlo sobre cineastas. Al menos en ciertos sitios.

lunes, 20 de febrero de 2017

Me gusta/no me gusta

Siguiendo el hilo de la polémica entrada anterior, les dejo un par de vídeos para que escuchen y reflexionen. Su contenido, una de las más grandes obras de J. S. Bach: la chacona de la BWV 1004 a cargo de Henryk Szeryng y de Amandine Beyer. La primera interpretación me gusta, o mucho más que eso. La segunda, sin parecerme el horror de la filmación en directo de la entrada referida –le he querido dar a esta señora una nueva oportunidad con su grabación en estudio–, mucho me temo que no. ¿Que le han llovido premios? Pues vale.



Aprovecho para hacerles (¡a quienes coincidan con mis gustos, claro!) una recomendación discográfica para las Sonatas y Partitas bachianas: Sergey Khachatryan. Algo asombroso.
 

sábado, 18 de febrero de 2017

No se dejen engañar

Lo he repetido mil veces. No soy enemigo de los instrumentos originales, considero que estos han aportado bastantes cosas buenas a la interpretación musical y hay artistas en ese campo a los que admiro muchísimo, desde el más bien tradicional Pinnock hasta el –en su momento– muy rompedor Reinhard Goebel, pasando por un buen número de nombres más o menos ilustres. Pero también pienso que hay mucho pedante que se escuda en la presunta fidelidad histórica, en la necesidad de actualizar los criterios interpretativos y en la apuesta por lo original para ocultar su petulancia, su mediocridad o –peor aún– una mezcla de ambas cosas.


El próximo lunes la Orquesta Barroca de Sevilla contará con la presencia de una artista llamada Amandine Beyer. Tocará el violín y dirigirá obras de los hermanos Wilhelm Friedemann y Carl Philipp Emanuel Bach, de Haydn y de Mozart. No puedo acudir, pero he buscado en YouTube para satisfacer curiosidad. Debo decir que pocas veces he escuchado un sonido violín tan rasposo y desagradable, por no hablar de un fraseo escasamente musical y de nulo valor expresivo, como el que esta respetable señora exhibe en la Ciaccona de la Partita BWV 1004 que tienen arriba. Ni un Beethoven más canijo y ridículo como el de la Kreutzer de la que abajo se escuchan algunos fragmentos.



Por descontado, habrá quienes quieran venderle la moto. No se dejen engañar.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Lugansky con Nagano: mejor Prokofiev que Grieg

Desigual disco este, registrado –con toma sonora quizá no tan espléndida como debería– en la Jesus-Christe Kirche berlinesa por los ingenieros de Naive en febrero de 2013, En él Nikolai Lugansky une sus fuerzas a la Deutsche Symphonie-Orchester Berlin y a Kent Nagano –que había sido titular de la misma entre 2000 y 2006– para ofrecer un programa de lo más atractivo: Concierto para piano nº 3 de Prokofiev y Concierto para piano de Grieg. Las cosas funcionan mucho mejor en la primera de las obras citadas.


De ella el moscovita ofrece una espléndida recreación en la que luce un fraseo ágil, efervescente y con mucha garra, admirablemente acompañado por un Nagano vehemente, atentísimo al tratamiento de las texturas y dispuesto a resaltar, como el solista, los aspectos más angulosos de la escritura, al tiempo que subraya con acierto los aspectos inquietantes y oníricos que alberga la página. Lástima que no terminen de profundizar en el lirismo y la sensualidad que asimismo subyacen en los pentagramas, aunque afortunadamente tampoco hay caídas en la blandura ni altibajos en el discurso.

En la maravillosa partitura de Grieg el enfoque vuelve a ser extrovertido, brillante, desplegando ambos artistas nervio bien entendido y una buena dosis de comunicatividad, pero ni el pianista logra sintonizar con el espíritu de la obra, cuyas frases más virtuosísticas les suenan un tanto desaprovechadas –sin llegar a ser mecánicas: su toque, además de prístino, es de apreciable riqueza–, ni el director logra desplegar la sensualidad y el lirismo humanista que la partitura necesita. Eso sí, Lugansky ofrece una cadenza de apreciable garra dramática y el maestro californiano aporta un regusto amargo –frases de la cuerda tras la referida cadenza, o todo el segundo movimiento– que resulta muy conveniente, mientras que la coda final está dicha con tremenda fuerza expresiva.

¿Mis versiones favoritas? Lang Lang con Rattle en Prokofiev y Arrau tanto con Dohnányi como con
Sir Colin Davis en Grieg, aunque recojo otras no menos excepcionales en mi discografía comparada.

domingo, 12 de febrero de 2017

La Orquesta de Extremadura en el Villamarta, con Albiach y Ferrández

Vaya por delante mi más absoluto apoyo a la continuidad de la Orquesta de Extremadura, así como mi desprecio hacia quienes no hace mucho se atrevieron a poner en peligro su existencia. Dicho esto, en el concierto que ayer sábado 11 ofreció en el Teatro Villamarta la formación extremeña exhibió un nivel técnico algo por debajo de lo que a mí me gustaría que tuviera, y aunque hay instrumentistas de gran calidad –las trompas, por ejemplo– y la cuerda mantiene un nivel muy digno, la sonoridad global presenta desequilibrios y el conjunto se resiente. No suena mal, pero debería hacerlo mejor. Sus músicos necesitan seguir madurando, lo que implica no solo trabajar con intensidad, sino también (¿se enteran, señores políticos?) un sueldo digno, estabilidad laboral y buenas razones para estar motivados.



Venía con su director titular. A Álvaro Albiach le escuché un par de veces en Granada hace ya años y no me dejó buena impresión. Anoche sí que lo hizo, empezando con una Obertura trágica de Brahms más que correcta: decidida, poderosa, dramática, sin toda la flexibilidad deseable en la agógica y la dinámica, también menos atmosférica de lo que a mí me gusta que esta obra suene, pero dicha con enorme convicción y sonada con la adecuada opulencia que necesita el autor.

El maestro valenciano logró transformar el músculo brahmsiano en la ligereza bien entendida –no hubo sonoridades en exceso aéreas ni relamidas, menos mal– que demanda Robert Schumann para interpretar su sublime Concierto para violonchelo, que dirigió con una apreciable combinación de sensatez, sensibilidad y depuración sonora; me gustó menos el tercer movimiento, que encontré en exceso nervioso y agitado. El solista era el jovencísimo violonchelista madrileño Pablo Ferrández (n. 1991), a quien hace años le escuché el nº 1 de Saint-Säens junto a la Nacional. En aquel momento escribí (ver reseña) que “este chico tendrá muchas cosas que decir en el futuro si logra evitar la tentación de recrearse en exceso en la belleza sonora”. Pues parece que no estaba del todo equivocado.

Me he tomado la molestia de comparar su grabación discográfica de la página schumanniana junto a Radoslaw Szulc y la Stuttgarter Philharmoniker (Onyx, 2013: la tienen en Spotify) con una larga serie de registros de esta obra, y debo decir dos cosas. Una, que Ferrández tiene poco que envidiar a nombres muy famosos en lo que se refiere a virtuosismo, hermosura en el sonido y, muy especialmente, cantabilidad: su manejo del arco para obtener frases de amplísimo vuelo melódico es impresionante. La otra, que pese al exquisito gusto de que hace gala, su enfoque a mí no me termina de convencer. Su acercamiento a esta partitura resulta en exceso apolíneo, su fraseo no del todo contrastado, su valentía e imaginación algo limitadas. Nuestro artista ofrece mucha belleza, pero con él la música no emociona con la intensidad que las notas están pidiendo, si bien es cierto que su recreación en el Villamarta me pareció más creativa y más madura que la del disco.

Las propinas dejaron muy claras virtudes y limitaciones del artista: El cant dels ocells me pareció un verdadero prodigio de lirismo y emotividad (¡qué manera de graduar las dinámicas!, ¡qué fraseo más natural!, ¡qué lógica y qué peso expresivo el de los silencios!), pero a la Sarabanda bachiana la encontré un tanto falta de carácter (abajo tienen el YouTube). El entusiasmo desbordado del respetable estaba, en cualquier caso, más que justificado: con todos los reparos expresivos que se quiera, Ferrández es ya un cellista de enorme categoría.


Zemlinsky en la segunda parte. Probablemente haya sido la primera vez que escucha la música del compositor vienés en Jerez. Su Sinfonía en si bemol mayor de 1897 –habitualmente conocida como Sinfonía nº 2, aunque hay problemas con la numeración– mantiene todavía importantes deudas con el romanticismo y no es la obra más inspirada ni personal del autor. Hace falta una interpretación de categoría para que no resulte farragosa y luzcan sus cualidades, que las tiene tanto en lo melódico y en lo tímbrico como en lo expresivo. Aquí también he realizado las pertinentes comparaciones discográficas (Beaumont, Conlon, Chailly: este último sin duda el mejor) y debo reconocer que Álvaro Albiach ha superado la prueba ofreciendo una lectura muy buen pulso, dicha sin retórica y con convicción, atenta a los aspectos más aristados de la escritura –bastante lograda la dramática sección central del tercer movimiento–, por momentos entusiasta –lleno de grandeza el final, con una coda muy aquilatada– y, en líneas generales, dicha con mucha corrección en el aspecto puramente sonoro. Los tutti resultaron algo saturados, pero mi impresión es que el problema estaba en el tamaño de la masa orquestal con respecto a la concha acústica del Villamarta, así como en las condiciones auditivas desde el patio de butaca: ante la frustrante retirada del público jerezano (¡qué tiempos aquellos en los que el teatro se llenaba con la presencia en el podio de gente como Mehunin, Rozhdestvensky, Harding o Temirkanov!), la parte alta del teatro ya solo se abre a la venta en muy contadas ocasiones, y no era ésta una de ellas.

A la postre, una muy satisfactoria velada musical. A quienes estamos a dieta involuntaria de buenos conciertos sinfónicos en directo, nos supo a gloria.

viernes, 10 de febrero de 2017

Más danzas eslavas: Iván Fischer y Jiří Bělohlávek

He comentado tres versiones de las colecciones de Danzas eslavas op. 46 y op. 72 de Antonín Dvorák: Kubelik, Dohnányi y Szell. Añadamos ahora un par de ellas más: las de Iván Fischer y la Orquesta del Festival de Budapest registradas para Philips más recientemente ha sido reeditada por Channel Classics en 1999 y las de Jiří Bělohlávek y la Filarmónica Checa grabada para Decca entre 2014 primera serie y 2015 la segunda. En ambos casos he escuchado una descarga digital en HD. Y en los dos la toma sonora no me ha resultado del todo satisfactoria: solo bien la de Fischer, bastante mejor la de Bělohlávek, pero las dos por debajo del asombroso trabajo que realizaron los ingenieros al servicio de Dohnányi.


La de Iván Fischer es interpretación de alto nivel, más sinfónica que rústica, dicha con estilo y convicción, fraseada con holgura, con flexibilidad y con apreciable vuelo lírico, animada asimismo por un buen sentido del ritmo y de lo dancístico. Pero no se encuentra del todo lograda. Los pasajes líricos resultan un punto más ensoñados de la cuenta, y no son del todo emotivos, mientras que los extrovertidos suenan un punto amazacotados, con una percusión en exceso relevante y carentes de toda la claridad deseable, esto último debido quizá a una grabación un poco turbia. Tecnología aparte, da la impresión de que al maestro se le ha ido un poco la mano en la búsqueda de grandes contrastes sonoros y expresivos.


El que sí convence plenamente es Bělohlávek. Como su colega Iván Fischer, se encuentra más cerca de la opulencia sonora y del vuelo lírico de Dohnányi que de la rusticidad, la frescura y el sentido rítmico de un Kubelik, pero el maestro checo supera al de Budapest en sinceridad –más intensidad e inmediateze inspiración –aquí no hay tendencia a la languidez, como también en el tratamiento de la orquesta, más equilibrada en los planos, con mayor claridad y ofreciendo una considerable depuración sonora. Canta además Bělohlávek las melodías con enorme delectación (¡más de setenta y cinco minutos!) sin que se le caiga el pulso, ofrece en algunas danzas –en la primera, sin ir más lejos multitud de detalles creativos y, lo más interesante, aporta un regusto amargo y dramático en las que más se prestan a ello: aunque los aspectos luminosos y festivos de esta música no se encuentran relegados, el actual titular de la Filarmónica Checa nos descubre aspectos muy interesantes y abren nuevas posibilidades que miran hacia el Dvorák más introvertido y personal sin limitarse a equiparar lirismo con delectación melódica, ni introversión con carácter contemplativo.

Resumiendo: Kubelik y Dohnányi, muy diferentes y complementarios entre sí, firman las dos interpretaciones imprescindibles. Szell y Bělohlávek nos entregan versiones personales que enriquecen nuestra visión de la obra. Iván Fischer, aun ofreciendo una recreación notable, queda por detrás de todos ellos.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Arteaga

Solo escribo obituarios en este blog cuando el fallecimiento me afecta de manera especial. Es el caso: José Luis Pérez de Arteaga nos ha dejado con tan solo sesenta y seis años de edad. Mi faceta de melómano debe mucho a este señor. Él contribuyó de manera considerable, allá por la segunda mitad de los años ochenta, a desarrollar mi afición por la música de cine, tanto por algunos textos suyos que se incluían en la enciclopedia Los grandes temas de la música –que mi padre había coleccionado pacientemente y yo consultaba de vez en cuando– como por la costumbre que tenía de programar bandas sonoras en su ya mítico programa El mundo de la fonografía. Aún recuerdo cómo daba instrucciones de ordenar siguiendo la secuenciación de la película, y no la del disco, bandas sonoras como la de Las brujas de Eastwick, que a su vez yo grababa en casete y escuchaba una y otra vez. Fue precisamente esa –todavía hoy, magnífica– obra de John Williams uno de los primeros vinilos que compré en mi vida. También gracias a él escuché por primera vez El imperio del Sol o El último emperador, por ejemplo. Como ya pueden imaginar, de ahí a interesarme por el resto del programa y empezar a aprender –al mismo tiempo que devoraba ejemplares de la revista Ritmo– sobre grandes figuras de la interpretación musical solo había un paso.


Fueron sus escritos –junto con una modélica comparativa de mi querido amigo Ángel Carrascosa sobre la Octava sinfonía– los que asimismo despertaron muy pocos años más tarde uno de mis grandes amores musicales: Dmitri Shostakovich. Fue Arteaga quien me reveló, entre otras muchas cosas sobre el autor, qué es lo que realmente había detrás de la fantasmagórica Decimoquinta sinfonía, una música que lleva años obsesionándome. Y fue él también que me descubrió –lamento decir que Ritmo andaba despistada al respecto– que no fue sino Gennady Rozhdestvensky quien realmente ofrecía (¡y no Haitink, señores míos!) un Shostakovich verdaderamente rebelde, contestatario y desafiante con respecto a las interpretaciones más o menos oficiales, más o menos domesticadas. En Mahler, sin embargo, Arteaga nunca me dijo gran cosa: todavía soy incapaz de encontrar criterios claros a la hora de colocar estrellitas en la completísima discografía que incluye en su monumental monografía sobre el autor de La Canción de la Tierra.

Nunca tuve la oportunidad de conocerle personalmente. Le vi muy poco en persona, casi siempre de lejos. La excepción fue una conferencia que dio aquí en Jerez de la Frontera, en la que tuve la única oportunidad de escucharle en vivo. Por desgracia los organizadores, con el recientemente fallecido José Luis de la Rosa a la cabeza, no solo no tuvieron la deferencia de presentármelo sino que se cuidaron de que me mantuviera a distancia. Aquello me dolió bastante: me hubiera encantado acercarme y decirle lo mucho que había aportado a mi vida musical.

¿Lo peor de todo? Los melómanos nos quedamos sin el gran trabajo que nos debía: un libro sobre Shostakovich que a buen seguro se hubiera convertido en verdadera referencia. Descanse en paz.

martes, 7 de febrero de 2017

Insólito: Richter interpreta Gerswin y Saint-Säens

Raro escucharle a Sviatoslav Richter un disco en vivo con toma sonora de muy buena calidad. Más raro aún tener al genial pianista ucraniano interpretando a Gershwin. La singularidad se completa con Eschenbach y la Sinfónica de la Radio de Stuttgart como compañeros de viaje para hacer el Concierto en Fa. ¿Resultados? Más o menos los esperables: una lectura en la que no hay ni rastro de swing, de espíritu jazzístico, de nervio bien entendido, de garra ni de electricidad, pero sí un gusto exquisito, apreciable claridad –los tempi son lentos–, flexibilidad en el fraseo, delectación melódica y una enorme atención a los aspectos más líricos y meditativos de la página, con cuyo regusto amargo el solista sintoniza a la perfección. Así las cosas, lo menos satisfactorio es un tercer movimiento considerablemente flácido –aunque muy bien expuesto–, y lo mejor un Andante con moto en el que, en perfecta comunión con una batuta dispuesta a paladear la música y generar atmósferas, el maestro profundiza en las notas como pocos lo han logrado, elevándose a lo sublime en el pasaje en el que se queda solo y en el final del movimiento.


La otra parte de este concierto, que tuvo lugar el 30 de mayo de 1995 y fue recogido por los micrófonos de la SWR para finalmente ser editado por Hännsler, ofrecía una obra que tampoco asociamos al arte del pianista ruso, pese a que lo frecuentó en vivo e incluso circula una grabación temprana de la misma junto a Kondrashin: Concierto para piano nº 5, Egipcio, de Camille Saint-Saëns. Y lo cierto es que la interpreta de manera muy satisfactoria, dejando al lado cualquier tipo de nerviosismo –nada de ver con la rutilante efervescencia de Thibaudet con Nelsons– y fraseando de manera curvilínea y voluptuosa, modelando su toque para aportar una sensualidad típicamente francesa y ofreciendo una concentración, una sensibilidad y un vuelo poético que le alejan de la trivialidad o el mero hedonismo para descubrirnos las bellezas ocultas en esta partitura.

Compartiendo el enfoque igualmente íntimo y recogido del solista –pero sin la variedad ni la fuerza expresiva de Nelsons–, Eschenbach hace uso de tempi lentos, dirige con trazo fino y apuesta por el perfume atmosférico y vagamente impresionista –con toques orientalizantes– de una obra que no en balde se escribió en 1896. A destacar el toque de amargor en la conclusión del segundo movimiento; al tercero le falta un punto de chispa y fuelle.

Una cosa más: no soy capaz de percibir los presuntos problemas digitales que por esta época, al parecer, mermaban el arte de quien ha sido uno de los más grandes pianistas del siglo X.

sábado, 4 de febrero de 2017

El impresionante debut discográfico de Shlomo Mintz

En febrero de 1980 Shlomo Mintz se adentraba en el mundo discográfico grabando los conciertos para violín de Bruch y Mendelssohn el nº 1 de los respectivos autores en ambos casos– nada menos que para Deutsche Grammophon y en compañía de Claudio Abbado y la Sinfónica de Chicago. El chico no había cumplido aún los veintitrés años, pero aun así los resultados fueron memorables no solo en el plano técnico, sino también en el expresivo: su madurez era ya absoluta.


En esa obra maestra que es la página de Bruch nos encontramos violín de sonido firme, luminoso e increíblemente bello fraseando con la mayor intensidad imaginable y un vuelo poético (¡qué segundo movimiento!) de una ternura, un humanismo y una cantabilidad insuperables, acompañado por un inspiradísimo Abbado que todavía exhibía esa mezcla de técnica suprema y compromiso expresivo que le caracterizaban en su juventud.

En la página de Mendelssohn, no menos magistral que la que ocupa la primera mitad del disco, Mintz despliega de nuevo un sonido maravilloso y una poesía infinita, además de un virtuosismo aplastante, mostrándose capaz de ofrecer mil matices sin menoscabo de la línea global y sin caer en el menor amaneramiento. Aporta además un apreciable regusto dramático en el segundo movimiento, pero lo hace sin que se resientan la delicadeza y la elegancia propia del autor. En este sentido, Abbado sabe hacerlo sonar al mismo tiempo ágil y con cuerpo, sin esas sonoridades ingrávidas y relamidas que caracterizarán a sus acercamientos posteriores a este compositor; memorable su manera de hacer cantar a la cuerda en el tercer movimiento, delicioso y sin el menor atisbo de frivolidad.

El registro se realizó con una toma analógica y de formato cuadrafónico, lo que resultaba ya un tanto pasado de moda cuando todas las compañías olvidaban la cuadrafonía para apuntarse al digital. En cualquier caso, sonaba estupendamente. Lo que ahora nos interesa es que el sello Pentatone ha recuperado en SACD la toma en cuatro canales con excelentes resultados: la orquesta suena al fondo y los canales traseros se usan para otorgar sentido espacial, no para deslumbrar con efectismos. Disco imprescindible.

miércoles, 1 de febrero de 2017

La Novena de Böhm

Novena de Beethoven, se entiende. Me anima un lector a publicar una discografía comparada de la obra. Tengo treinta y siete interpretaciones comentadas en mi bloc de notas, pero si saco esos apuntes alguien saldrá enseguida, seguramente con razón, mencionando algún disco cuya omisión resulta imperdonable, así que prefiero esperar a tener unas cuantas más. Ahora bien, hoy he vuelto a escuchar una interpretación, la primera que tuve en compacto, que me sigue pareciendo una de las más imprescindibles: la de Karl Böhm y la Filarmónica de Viena registrada por los micrófonos de DG en la Musikverein vienesa en noviembre de 1980. Y no me resisto a decir algo.


En la cumbre de su inspiración y a tan solo nueve meses de su fallecimiento, el de Graz nos ofrece una interpretación muy “de anciano director”, esto es, esencial, desmaterializada y de una fortísima carga espiritual; muy lenta en los tempi, fraseada con naturalidad, flexibilidad y delectación melódica; poco interesada por los grandes contrastes teatrales y por las descargas de electricidad, pero no por ello serena o laxa, ni menos aún beatífica. Antes al contrario, la espiritualidad que el maestro propone está cargada de inquietud, de incertidumbre, de interrogantes a los que no son precisamente ajenos unos silencios que adquieren aquí un enorme peso dramático, ni los tremendos calderones con los que se atreve.

En este sentido, podría decirse que es la suya una versión gótica, atmosférica y reflexiva, lo que le emparentaría con el Furtwängler tardío si no fuera porque la manera de materializar dicha idea, carente por completo de los arrebatos temperamentales de Furt, resulta por completo distinta. Tampoco tiene nada que ver con la teatralidad y la inmediatez de un Solti, y desde luego se encuentra en el polo opuesto a la épica marcial de un Karajan. Quizá se podría pensar en la sobriedad y el distanciamiento de un Klemperer, pero a diferencia del de Brelau, Böhm sí que está dispuesto a cantar (¡y de qué manera!) las melodías del tercer movimiento y a recrearse, aun manteniendo siempre las distancias, en la belleza puramente sonora de las notas, dichas por una Filarmónica de Viena que él hace sonar más marmórea que nunca.

El Himno a la Alegría, por descontado, es misticismo puro –la marcha nunca ha sonado menos militar–, alcanzando sus momentos de inspiración más sublime en los pasajes en los que se interroga al cielo con la vana esperanza de encontrar respuesta. Walter Berry, Plácido Domingo, Jessye Norman y Brigitte Fassbaender –esta última algo más lírica de la cuenta– forman uno de los mejores cuartetos que se hayan escuchado en discos. Y estupendo el Wiener Staatsoperchor, redondeando así una interpretación no diré que ideal para acercarse por primera vez a la partitura, pero sí rebosante de genialidad. Que la toma sonora, fidelísima en lo tímbrico, resulte un punto fría, no resta valor alguno a esta joya.

PD. Aquí va algo más sobre las posibilidades interpretivas de la Novena.

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