lunes, 26 de junio de 2017

Simon Rattle dirige Tosca

Tengo previstas tres citas en directo con Sir Simon Rattle, dos en Granada y una en el mismísimo Barbican Hall, en todas las ocasiones con la London Symphony a su frente. El largamente ansiado encuentro me ha obligado a hacerme por fin un hueco para ver en la Digital Concert Hall la Tosca que el maestro británico ofreció el pasado 22 de abril con la que todavía es su orquesta, la Filarmónica de Berlín, en la Philharmonie de la capital alemana, unos días después de que los mismos conjuntos –con idéntica soprano, no así los protagonistas masculinos– representaran escénicamente la magistral creación de Giacomo Puccini en el Festival de Pascua Baden-Baden.


Aunque pronto podremos ver en la misma plataforma la citada versión teatral, encuentro preferible quedarme con la función en concierto. Por dos razones: librarme de una de esas puestas en escena modernas que cada día me molestan más –está enterita de manera corsaria en YouTube–, y poder ver –además de escuchar– cómo los miembros de una orquesta se encargan de la partitura, y por ende reparar aún más y mejor en la increíble orquestación pucciniana. Además, pocas veces o nunca –Karajan la grabó con esta misma formación y con la Filarmónica de Viena– se habrá escuchado esta ópera aún mejor tocada que en esta oportunidad, con una perfección absoluta y con unas intervenciones de solistas instrumentales de una musicalidad para quitar el hipo. Tampoco se queda precisamente corto el Coro de la Radio de Berlín en el fundamental Te Deum.

Otra cosa es la labor de Sir Simon, en todo momento gran director pero ajeno a este universo sonoro. Su dirección alcanza la excelsitud en los momentos más claramente teatrales del drama, llenos de vida, de carácter descriptivo y de garra, trabajados además con pinceles muy finos y enorme sensibilidad para el color y las texturas; el enfrentamiento entre Tosca y Scarpia, el arranque del último acto y la escena del fusilamiento son magníficos. Rattle resulta discutible, por el contrario, en aquellos pasajes donde tiene que desplegar ese sentido de la melodía característicamente pucciniano, esa voluptuosidad y esa particular carnalidad que esta música demanda: en esos casos o bien se queda corto, o se le va la mano en el refinamiento e incurre en alguna blandura, sin llegar nunca a destilar la poesía no solo hermosa –el británico despliega belleza a raudales–, sino también intensa que emana de los pentagramas. Tampoco me termina de convencer cómo interpreta en los metales el tema de Scarpia –demasiado rápido–, ni me parece a la altura de las circunstancias un Te Deum que empieza algo liviano y no se desarrolla con esa grandeza opresiva que le conviene.

Kristine Opolais es una muy buena intérprete del rol titular: voz oscura, homogénea y bien manejada, al servicio de una recreación bastante centrada en lo expresivo, no muy italiana que digamos pero ajena a efectismos más o menos veristas, lo que no le impide estar atenta al contenido del texto; repárese, por ejemplo, en cómo “ordena morir” a Scarpia, o en la carnalidad llena de pliegues psicológicos de sus dúos con Cavaradossi sin que estos signifiquen convertirla poco menos que en una diva caprichosa, en una histérica o incluso en una esquizofrénica, idea que en manos de algunas intérpretes puede ser muy atractiva –pienso en la Malfitano– pero que a estas alturas resulta demasiado vista. Su Floria es una mujer sinceramente enamorada: nada más, y nada menos. Lástima que su notable “Vissi d’arte” no llegue a la excelsitud: algunos recursos belcantistas adicionales no le hubieran venido nada mal. En cualquier caso, la señora esposa de Andris Nelsons posee otras dos importantes armas para enfrentarse al rol: un enorme atractivo físico y un considerable talento como actriz. Su éxito entre el público de la Philharmonie es colosal.

Stefano La Colla cuenta con la ventaja de ser italiano –por dicción y por línea de canto– pero posee una voz desigual, resplandeciente en el agudo y con escaso peso en el grave. Expresivamente no es gran cosa. Va de menos a más, desde un “Recondita armonía” que pasa sin pena ni gloria hasta un acto tercero en todo momento admirable, cantado con propiedad y exquisito gusto; en el enfrentamiento con Scarpia no se le nota sufrir mucho, pero sus “Vittoria” son de los que gustan al personal. Lo menos bueno, su escasísima valía en el plano teatral, circunstancia que en versión de concierto tampoco importa demasiado.

A Evgeny Nikitin –a quien disfruté mucho en directo el año pasado en Múnich protagonizando El ángel de fuego– como Scarpia no hay por donde cogerlo. Su voz truculenta puede valer para el personaje, y desde luego escenifica bastante bien –con gran dosis de repugnancia– al detestable barón, pero su canto es pedestre, vulgar e incluso basto, desde luego nada pucciniano, y si en el primer acto al menos da las notas y ofrece empuje, su enfrentamiento con Floria Tosca es todo él un catálogo de horrores canoros. Malo el Spoletta de Peter Tantsits, digno el sacristán de Maurizio Muraro y excelente el carcelero de Walter Fink. En cualquier caso, una Tosca con suficientes cosas de interés.

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