miércoles, 28 de febrero de 2018

Cuatro interpretaciones de los Kindertotenlieder

Nada más apropiado que una mañana lluviosa y triste como la de hoy miércoles para escuchar cuatro interpretaciones, siempre en voz femenina, de los Kindertotenlieder de Gustav Mahler: Kathleen Ferrier con Bruno Walter y la Filarmónica de Viena (EMI, 1949): de nuevo la Ferrier pero esta vez con Otto Klemperer y la Orquesta del Concertgebouw (Decca, 1951), Janet Baker con Sir John Barbirolli y la Orquesta Hallé de Manchester (EMI, 1967) y Brigitte Fassbaender con nada menos que Sergio Celibidache y su Filarmónica de Múnich (sello de la propia orquesta, 1983). Las he escuchado con calidad CD a través de la plataforma Tidal, aunque les dejo a ustedes la versión en YouTube.


Kathleen Ferrier, ya saben ustedes: uno de los instrumentos vocales más suntuosos del siglo XX, una contralto de las de verdad, perfectamente homogénea en toda la tesitura, de subyugante timbre rojo granate, gran riqueza de armónicos y apreciable esmalte. Pero también una admirable intérprete, aquí tan intensa como contenida: nada de sentimentalismos, como tampoco de desgarros. A sus setenta y seis años de edad, Bruno Walter ofrece una dirección decidida y rápida, que no nerviosa. La expresión es sincera y despojada, tan ajena a veleidades como la solista, aunque se echan de menos un punto adicional de magia y vuelo poético. Eso sí, es un lujo la presencia de toda una Filarmónica de Viena, estupendamente recogida por una toma sonora realizada en el desaparecido Kingsway Hall bajo la producción de Walter Legge. Por cierto, la versión de Naxos parece sonar mejor que la de la propia EMI.


Quizá todavía aún más depurada en lo canoro, la contralto británica repite su enorme logro de dos años atrás junto a la Concertgebouw y un Klemperer tan adusto como intenso, aunque mucho más cómodo en la parte dramática que en la lírica, circunstancia que queda muy evidencia en las dos muy diferenciadas partes del último lied (“In diesem Wetter, in diesem Braus”). El problema es la grabación: en vivo, con la orquesta demasiado en segundo plano y procede de un vinilo con mucho ruido de fondo. Sinceramente, con la de Walter basta para conocer la recreación de la Ferrier.


La de Barker y Barbirolli fue la primera que tuve en disco. Hacía muchos años que no la escuchaba. Sí que he podido conocer a lo largo de este tiempo la toma en vivo dos meses anterior junto a Horenstein, de precaria calidad sonora e irregulares resultados expresivos, así como la magnífica der 1974 junto a Bernstein y la Filarmónica de Israel. Pero en esta con Barbirolli, vuelta a escuchar, es en la que la Baker tiene la oportunidad de demostrar que pocas liederistas ha habido como ella en toda la historia de la fonografía. Ciertamente su instrumento, aunque bellísimo, no posee la increíble calidad del de la Ferrier –ni se muestra tan holgado en el grave, claro está–, pero su manera de decir no encuentra parangón. Dame Janet no se distancia: canta con la emoción y el dolor en los labios, ofreciéndonos una recreación particularmente llena de congoja sin merma alguna de la exquisitez en el fraseo y la depuración canora que caracteriza a su arte. Junto a ella, un no menos doliente Barbirolli supera –con mucho– a Walter y a Klemperer olvidando las prisas, dejando a la música respirar con gran holgura, clarificando el tejido orquestal –desarrolladísimo su sentido del timbre– y ofreciendo multitud de detalles ora de elevadísima poesía, ora lacerantes a más no poder. A destacar como la segunda mitad del último lied, paladeada con enorme concentración, no encuentra en la voz de Baker y la batuta de Sir John una consoladora transfiguración final, sino que se encuentra llena de resignado amargor. En fin, toda una experiencia.


Morbo a tope en la cuarta y última: uno de los grandes ninguneadores de Mahler dirigiendo los Kindertotenlieder. Circulaba una copia pirata con deficiente sonido, precisamente la que tienen en YouTube, pero hace pocos meses la Filarmónica de Múnich ha rescatado el testimonio de Celibidache con calidad equiparable a la colección editada por EMI. ¡Qué alivio para los oídos! Hay quienes aseguran que esta es la mejor versión que existe. Escuchada inmediatamente después que la de Baker/Barbirolli no diría yo eso, pero sí tengo claro que su conocimiento resulta imprescindible. Con la excepción del cuarto lied (“Oft denk' ich, sie sind nur ausgegangen”), llevado a un tempo normal, el maestro rumano frasea esta música con infinita delectación melódica, quizá también con cierta parsimonia, para sacar a flote la más elevada poesía posible. No es dramática su visión; tampoco dulce ni consoladora. Más bien transfigurada. Por eso mismo, frente a un primer lied un punto lánguido, alcanza cotas de inspiración verdaderamente insospechadas en el final del último de ellos: del mejor Mahler que yo jamás haya escuchado. La orquesta, modelada con admirable plasticidad y ese especial sentido del color que poseía Celi, realiza un formidable trabajo, con especial mención para unas maderas sutilmente matizadas con enorme acierto expresivo en todas y cada una de sus intervenciones. En cuanto a la Fassbaender, no posee ni la voz de Ferrier ni la concentradísima intensidad de Baker, pero se muestra emotiva y sincera a más no poder. Su instrumento, no el más adecuado posible, se encuentra en perfectas condiciones, la línea de canto es impecable y la dicción evidencia que nos encontramos ante una genuina germanoparlante. No se lo pierdan.

martes, 27 de febrero de 2018

Falstaff en el Maestranza: triunfaron los cantantes

Del Falstaff de Verdi he escuchado más grabaciones que de ninguna otra ópera –ya confesé por aquí que es una de mis preferidas, junto con Parsifal–, pero nunca había podido disfrutar este título en directo. Por eso acudía con ilusión el pasado sábado 24 de marzo a la última de las funciones que ofrecía el Teatro de la Maestranza. Fue una muy digna representación que fue de menos a más y que, a la postre, permitió que nos lo pasáramos bien, aunque hubo desequilibrios en las dos direcciones, la musical y la escénica, que impidieron que el goce fuera completo; el triunfo fue para el buen equipo de cantantes congregado.

Pedro Halffter no me convenció en el primer acto. Aparte de los evidentes desajustes en los complejos diseños polifónicos del segundo cuadro –el adelanto de Falstaff al hablar de la nariz de Bardolfo se debió más bien a las prisas del cantante–, el maestro madrileño ofreció una lectura manifiestamente desganada, parca de teatralidad, muy deslavazada en las tensiones, gris en el color (¡tan decisivo en esta obra!) y timorata a la hora de asumir el espíritu gamberro que anida en la partitura, particularmente en sus atrevidas onomatopeyas. La batuta parecía concebir esta obra desde un prisma eminentemente sinfónico, léase “sonido vacío de significado”. Y eso resulta un error: Falstaff es puro teatro, por lo que la orquesta tiene que actuar en todo momento. En el segundo acto, al ser menos dinámico que el primero, el referido enfoque funcionó de manera más satisfactoria, haciéndose evidente la voluntad del maestro por no precipitarse y frasear con flexibilidad, elegancia y esa amplia cantabilidad que esta música necesita. Y como era de esperar, habida cuenta del giro dramático y musical que en el mismo realizan Verdi y Boito, fue en el tercero en el que el maestro pudo hacer gala de su enorme olfato para la sensualidad, la delicadeza sonora y la poesía: en él sí que se puede decir que realizó una notable labor, de nuevo un tanto parca en picardía y desenfado, pero muy solvente en general y rematada por una fuga delineada con mano maestra en lo que a claridad se refiere, como también llena de brío controlado y de entusiasmo.La Sinfónica de Sevilla funcionó con mucha corrección.



Kiril Manolov demostró ser un plausible intérprete de esa verdadera maravilla que es el rol principal, aunque me dio la impresión de que no tiene el papel del todo controlado: en él encuentro frases admirablemente trabajadas y otras muchas que dice un tanto de pasada, sin sacarles todo el jugo expresivo posible. Falstaff, además de cantar, tiene que interpretar vocalmente todo el rato: no es casualidad que Fischer-Dieskau fuera el más grande recreador del personaje pese a que no poseía en absoluto la voz más apropiada. Manolov resulta a veces parco en matices, pero también es cierto que comprende el rol y que lo interpreta con buen gusto –nada de excesos caricaturescos–, acertando por completo en el momento más delicado, por complejo y dramático, de toda su extensísima parte: el agridulce monólogo con que arranca el tercer acto. Como actor fue correcto, sin más.

José Antonio López lució un poderoso instrumento vocal muy conveniente para Ford, a quien retrata de manera algo monolítica pero con enorme empuje e intensidad. Nicole Heaston, hermosísima soprano de raza negra, fue una Alice solvente tanto en lo canoro como en lo escénico, bien secundada por la Meg de Anna Tobella. Quickly recayó en manos de una intérprete de relieve internacional, Elena Zaremba: se pueden preferir cantantes más holgadas en el grave, pero la mezzo rusa lo hizo muy bien. Claro que entre las féminas quien sobresalió fue Natalia Labourdette, luciendo una voz de centro carnoso –nada de soubrette, venturosamente–, revestida por un atractivo esmalte y apreciable volumen. Asimismo, la soprano madrileña supo frasear con enorme gusto y hacer gala de una linea muy cantable, a lo que le ayudaba un fiato muy amplio; estupenda su canción de la reina de las hadas.

Flojeó el Fenton de David Astorga, un chico que debería ponerse a mejorar su técnica de inmediato porque posee una voz interesantísima y hace gala de intensa expresividad: podría convertirse en una destacada figura del canto. José Manuel Montero hizo bien decidiendo no ridiculizar en exceso al Doctor Cajus. Y sencillamente formidable la pareja Bardolfo-Pistola conformada por Vicente Ombuena y Valeriano Lanchas, a la que pocas veces he escuchado con semejante solidez. Como director artístico del Maestranza, Halffter ha acertado al no conformarse para estos roles con cantantes de poca categoría: la obra se desluce mucho tanto por lo decisivo de sus apariciones individuales como por su papel en los tejidos polifónicos.

La producción escénica venía del Teatro del Giglio Showa de Japón. Tradicional en su concepto y en su realización al cien por cien, lo cual es muy de agradecer: a Falstaff le sienta fatal el regietheater. El diseño resultó sorprendente: dos pequeños espacios completamente distintos para el primer acto, uno a la izquierda y otro a la derecha, otros tantos para el segundo –repitiendo el de la taberna, claro está–, un mero telón con proyecciones de ondas acuáticas para el primer cuadro del acto primero y un tan amplio como sencillo bosque para el último, dejando por fin respirar a la hasta entonces infrautilizada caja escénica. Visualmente no estuvo mal: muchísimo cartón piedra, pero con diseños bonitos y simpáticos. La iluminación funcionó muy bien en la foresta. Me gustó poco, sin embargo, el vestuario de Simona Morresi: demasiado chirriante. 

Marco Gandini era el director de escena. Movió correctamente a los cantantes e intentó realizar alguna aportación personal poco convincente, como la en exceso procaz seducción de Quickly al protagonista: no hacía falta caer en la brocha gorda. Tampoco la hacía ofrecer cursiladas como la de los niños vestidos de conejitos en el último cuadro, por no hablar del ridículo estanque en el que cae Falstaff desde el baúl. Pero bueno, en general Gandini se mostró sensato y atendió bien a algo tan fundamental en este título como es la integración con la música.

Lo dicho: una digna función de un título maravilloso cuyo retorno al Maestranza se agradece sobremanera.

viernes, 23 de febrero de 2018

Falstaff por Levine y Plishka: muy recomendable

El Falstaff que espero ver en el Maestranza mañana sábado –última de las funciones que ofrece el teatro hispalense de este absolutamente genial título verdiano– me ha animado a repasar el DVD del Metropolitan de Nueva York editado por Deutsche Grammophon procedente de unas representaciones de 1992. Producción escénica de Zeffirelli y elenco de lujo bajo la batuta de James Levine.
 
La dirección del tantas veces vulgar, prosaico y hortera maestro norteamericano me sigue pareciendo todo lo excelente que recordaba. De hecho, la considero la mejor que le he escuchado al frente de las huestes del Metropolitan. Cierto es que de vez en cuando hay algún zurriagazo marca de la casa y que a algún pasaje se le podría haber sacado mayor partido –la lectura de las cartas pide mayor sensualidad–, pero hay que rendirse ante el entusiasmo desbordante, el sentido teatral, el sanísimo espíritu gamberro y juguetón, la chispa y el colorido que aquí despliega un Levine que no solo se siente como pez en el agua, sino que además hila más fino que de costumbre: la planificación es excelente y hasta se escuchan detalles novedosos llenos de significación expresiva. Decididamente, y a tenor de su magnífico Barbero de Sevilla –el de la Sills–, parece que a Jimmy le va mucho antes la comedia que el drama.


A Paul Plishka, el eterno bajo “de la casa”, se le pueden poner algunos reparos vocales que parecen derivados de un prematuro deterioro del instrumento, pero su encarnación de Falstaff resulta admirable: no solo comprende perfectamente al personaje –al mismo tiempo noble y rufián, pero no un animal– y atiende a todos sus pliegues psicológicos –soberbio el monólogo que abre el acto III–, sino que además lo actúa escénicamente de escándalo. Junto a él, la grandísima Mirella Freni es una espléndida Alice, ciertamente menos sofisticada y más carnal que la inolvidable Schwarzkopf. La por entonces Susan Graham es un lujo para Alice. Marilyn Horne, ya gastada, ofrece una Quickly simpatiquísima y borrachina. Barbara Bonney, cantante a veces un tanto cursi, encaja perfectamente en el rol de Nanetta.

Bruno Pola compone un Ford muy correcto, aunque solo eso. Frank Lopardo sigue siendo para mí un misterio: no entiendo como un tenor de voz tan poco grata y expresión tan plana pudo hacer semejante carrera. Muy bien Anthony Laciura y James Courtney como Bardolfo y Pistola respectivamente. Y se le derrama a uno una lagrimita viendo en escena al eterno Piero di Palma debutando en el Met, a sus sesenta y siete años, para encarnar al Dr. Cajus.

Franco Zeffirelli traslada la acción a la época de Shakepeare, pero ofrece lo que él se podía esperar: una propuesta naturalista al cien por cien, de apreciable sentido teatral y enorme respeto por la música, con la que se integra a la perfección. Esto último es particularmente importante en Falstaff, cuya partitura está continuamente haciendo referencia –de manera por completo genial– a las cosas que pasan en escena. Por desgracia, el regista florentino no solo enriquece en exceso la acción, sino que en tercer acto incurre decididamente en la cursilería, además de en esa acumulación de personas (¡y aquí también de animales!) que tanto le gusta. En cualquier caso, la producción ve con simpatía y, de nuevo con la excepción del último cuadro, resulta preciosa para la vista.

¿Valoración general? Para una persona que no conoce esta obra maestra absoluta, he aquí la opción ideal para acercarse a ella. Para los ya iniciados, la de Bernstein sigue siendo referencia absoluta.

jueves, 22 de febrero de 2018

¿Qué vamos a hacer sin él?

Eso es lo que exclamaba esta mañana mi amigo Ángel Carrascosa cuando le di la noticia del fallecimiento de Antonio Fraguas Forges. Y es que el madrileño no ha sido solo el mejor humorista gráfico español de los últimos cincuenta años –con permiso de El Roto, tan distinto y tan parecido a su paisano–, sino también un referente para todas las personas que seguimos considerándonos de izquierdas. Sus viñetas han sido una bocanada diaria de aire fresco que nos han permitido respirar en un ambiente cada día más viciado en el que la gran mayoría del país vota a la derecha –PP, Ciudadanos, Junts per Catalunya, PNV– y las redes sociales se llenan de insultos a todo lo que suene más o menos progre; cosa que no resulta difícil, ciertamente, si tenemos en cuenta la mezcla de estulticia y puritanismo que aqueja a buena parte del progresismo actual. Pero Forges siempre mantuvo la lucidez: pocas personas han luchado tan denodadamente desde una tribuna impresa para defender a la mujer, pocos tan feministas como Don Antonio, sin necesidad de caer en las estupideces que hoy tenemos que aguantar (lo de “machos y machas” siempre ha ido, obviamente, con esa mezcla de simpatía y cachondeo que le caracterizaban).


Forges, además de luchar por las cosas en la que creía –la mujer, la necesidad de romper fronteras– y de enfrentarse a quienes consideraba oportuno –la herencia franquista, la Iglesia Católica, los nacionalismos en general y el catalán en particular, el FMI, los liberales–, nos hacía reflexionar y unirnos a esa lucha. Y lo hacía sin acritud, sin necesidad de insultar ni de resultar virulento. Con una insólita capacidad para retratar nuestros aspectos más risibles manteniendo el respeto por las infinitas debilidades del ser humano. ¡Qué agudeza mostraba en esas hilarantes conversaciones matrimoniales! Por no hablar del “costumbrismo de alcoba” protagonizado por Concha y Mariano, o de las agridulces reflexiones de ese Blasillo con el que siempre se identificó.


Todo ello lo conseguía el maestro haciendo gala de un estilo visual personalísimo –nada sencillo: el autógrafo de aquí arriba tardó un buen rato en dibujármelo– y con una enorme creatividad en el uso del lenguaje, sin duda los dos puntos fuertes de su enorme arte. Hasta la prensa más reaccionaria reconoce hoy jueves semejante circunstancia. No es para menos.

Con el mismo talento que siempre, pero más necesario que nunca, Forges se nos ha ido a los setenta y seis años de edad víctima de un cáncer. Vayan desde aquí mis infinitas gracias a quien tanto ha aportado a mi vida, y a la de algunos (¡muchos, muchísimos!) más. A ver ahora qué hacemos sin él.

martes, 20 de febrero de 2018

Sinopoli, tan irregular como interesante. Y viceversa.

Este disco, grabado en diciembre de 1989 por Deustche Grammohon, deja una vez más en evidencia que Giusepe Sinopoli fue un director tan irregular como interesante, y viceversa. Me parece una barbaridad ponerle a caer de un burro, como hacen algunos, pero tampoco es fácil comulgar con algunas de sus propuestas interpretativas.


Arranca el CD con los Cuadros de una exposición de Mussorgsky en orquestación de Ravel. La gran baza de esta interpretación es el proverbial sentido del color del malogrado maestro veneciano. Un color que, por cierto, no es propiamente raveliano, sino mucho más contrastado e incisivo, mirando por un lado al propio Mussorgsky y por otro al universo expresionista tan caro a Sinopoli. El problema es que, en su empeño en clarificar el tejido orquestal y en que escuchemos cosas nuevas, cosa que consigue con creces, su fraseo resulta poco natural, un tanto rebuscado. Con frecuencia incluso trabajoso, cayendo incluso en una alarmante flacidez al retratar a Baba-Yaga. Lo mejor, un Mercado de Limoges animado y colorista como pocas veces se ha escuchado.

Sigue la Noche en el monte pelado,  no en su versión original sino en la orquestación de Rimsky. Aquí Sinopoli ofrece una sensata y bien expuesta lectura, atractiva por el nervio y la incisividad de sus momentos más encrespados, aunque no muy poderosa ni opresiva en su atmósfera, como tampoco dotada de una especial garra. Lenta y bien paladeada la sección final.

Termina con los Valses nobles y sentimentales de Ravel. Sinopoli no solo posee ese rico colorido y ese fraseo curvilíneo que necesita esta música, sino que además indaga con éxito en el lado más sombrío e inquietante de la partitura, particularmente en un epílogo lentísimo y lleno de misterio. Lástima que en algunas ocasiones –particularmente en el vals principal– se quede más bien corto en la brillantez, la extroversión y el impulso dancístico que necesita. De nuevo, irregularidad y atractivo se dan de la mano.

La orquesta es la Filarmónica de Nueva York: algo corta en los metales, pero muy notable en general, y estupendamente recogida por la toma sonora.

lunes, 19 de febrero de 2018

Pena y alivio

Me ha dado mucha pena tener que cerrar este blog a comentarios, pero la presencia del troll resultaba insoportable. Porque este señor, Rafael de nombre y Bellón de apellido, no solo no ha sido capaz de atenerse a unas normas mínimas de comportamiento. Ha intentado utilizar este medio para crear una especie de “blog paralelo” con interminables recomendaciones de repertorios e intérpretes que no venían a cuento para hacer gala de su presunta erudición. Ha despreciado constantemente las opiniones de los demás, ha buscado crear la mayor polémica posible y ha tenido enfrentamientos –con otros autores de comentarios, más que conmigo– que resultaban mucho antes propios de un foro que de un blog. Ha saltado llenándonos de insultos, no solo en los comentarios sino también en diversas redes sociales, cada vez que educadamente se le llamaba la atención al respecto y se le pedía que recondujera la línea de sus intervenciones. Ha recurrido a la adulación rastrera para que se readmitiera su presencia. Y tras pocos días –a veces horas– de volvérsele a dar una oportunidad, ha vuelto al punto de partida para ir desarrollando la misma dinámica hasta concluir en una nueva bronca. Porque su verdadero objetivo era ser el centro de atención y disfrutar haciendo daño. Todo ello lo llevaba a cabo, además, haciendo uso de seudónimos cuando veía que bajo su nombre verdadero no se le hacía caso. Muchos de mis lectores estaban completamente hartos. Yo también.

Sí, ya sé que los comentarios estaban moderados y que podía eliminarlos cada vez que llegaban. Eso hice desde el penúltimo enfrentamiento con él. Pero este no ha sido un troll normal. Ha tenido –y seguro que sigue teniendo– una fijación obsesiva con el blog y/o con mi persona. Todos los días he recibido uno o varios mensajes suyos, y todos los días he tenido que eliminarlos. Tanto los que venían en plan adulador y presuntamente bienintencionado como los que incluían provocaciones y golpes bajos. Tanto los firmados con su nombre como los que llegaban con seudónimo (tenía su IP localizada y además era fácil reconocerlos). Quería dejarle claro que un servidor no iba a volver a hacer el idiota permitiéndole recomenzar la situación. Hasta que ayer le contesté; de buena manera, pero dejándole meridianamente claro que, por mucho que me lo pidiera, no iba a haber más oportunidades. Por amor propio y por respeto a mis lectores. La contestación suya, despreciativa, no se hizo esperar. Tampoco la réplica de otro lector y la inmediata contrarréplica airada del troll en cuestión. Y ya estallé, porque no estaba dispuesto a seguir aguantando semejante situación, a mi modo de ver –por el tono agresivo, por la infatigable constancia y por la utilización de pseudónimos– un ciberacoso en toda regla.

Cerrados los comentarios, acabado el problema. Quien quiera contrastar opiniones me puede encontrar con suma facilidad en Facebook o Twitter: allí tengo al troll baneado, y si volviese a asomarse haciendo gala de alguna de sus múltiples personalidades, sería facilísimo volver a bloquearle. Por eso mismo me siento aliviado. Podré dedicarme al blog con mayor concentración, ahora que no tengo que estar pendiente de a qué hora del día me va a entrar un mensaje más o menos adulador, más o menos insidioso. A la postre salgo ganando, y creo que ustedes también. Gracias por comprenderlo.

sábado, 17 de febrero de 2018

Peter Grimes en Valencia (y II): la música

Peter Grimes es claramente una ópera de tenor y de director. Sobre todo de lo segundo: sus célebres Cuatro interludios marinos y la estremecedora Passacaglia son la mejor música que contiene. La mayoría de las reseñas que he leído de las ya finalizadas funciones del Palau de Les Arts coindicen en que lo mejor de las mismas ha sido Gregory Kunde, el punto flaco la batuta de Chistopher Franklin. A mi entender, ambos presentaron importantísimas virtudes y grandes limitaciones.



No me terminó de convencer el tenor norteamericano durante la mayor parte de la función del sábado 10. Y no porque su voz, aún poderosa y brillante en un agudo en el que puede recrearse merced a un prolongado fiato, presente importantes carencias en la zona central. Eso se puede perdonar si hay “de lo otro”, es decir, interpretación. Pero es que a mi entender que no la hubo. Su recreación del pescador me resultó un tanto plana e indiferenciada. Nada que ver con el enfoque ante todo humano y torturado, lleno de matices psicológicos, del gran Peter Pears; ni con la concepción rebelde, desafiante de Jon Vickers; ni con la perfecta mezcla de ambos retratos, admirablemente galvanizada por una enorme dosis de belleza vocal y depuración canora, que conseguía el malogrado Philip Langridge. Simplemente rutina. Hasta que llegó la escena final: ahí sí, Kunde se puso en modo “muerte de Otello” y ofreció la veracidad expresiva que convierte una función operística en una experiencia plena.

Chistopher Franklin parece tener una idea bien definida de esta obra. También muy unilateral: expresionismo mucho antes que impresionismo, agria denuncia antes que sugerente paisaje marino. De este modo extremó tensiones, puso en primer plano los elementos obsesivos del tejido orquestal –escuchen el YouTube de más arriba–, subrayó las aristas tímbricas –empaste de los metales voluntariamente precario en la tormenta–, buceó en el lado más siniestro del drama y, en perfecta sintonía con la propuesta escénica de Willy Decker comentada en la entrada anterior, presentó el mismo como un duro enfrentamiento entre el protagonista y una masa verdaderamente enfurecida. En contrapartida, desatendió un tanto la cantabilidad en el fraseo, así como la sensualidad y la atmósfera de muchos pasajes. De este modo, fue un prodigio toda la primera parte del prólogo, con unas maderas clarísimas e incisivas a más no poder ridiculizando con saña la escena del juicio; resultaron reveladoras las apariciones de Mrs. Sedley –magistral tratamiento del retorcido motivo que alude a la pasión de la viuda por las cuestiones referidas al crimen–; y sobrecogieron los dos intentos de linchamiento, el segundo de ellos dicho con prisas para restarle carácter solemne y hacerle ganar en ferocidad. Y por esas mismas razones se echaron en falta brumas, atmósferas y colores, al tiempo que decepcionaron momentos clave como las “arias” de Ellen o el acongojante cuarteto de mujeres, que hubieran necesitado mayor vuelo lírico y emotividad.

Creo que ahí está la clave de por qué Leah Patridge no terminó de calar en su personaje; es en cualquier caso, y a despecho de una zona aguda algo metálica, una buena cantante que se mueve perfectamente en el estilo. También resultó más que solvente Robert Bork como Balstrode. Menos me convenció la Tita de Dalia Schaechter, pero contrariamente a la impresión general, creo que estuvo mucho mejor de lo esperado la veterana Rosalind Plowright, cuya presencia fue todo un lujo para el rol de Mrs. Seadley. Los comprimarios se movieron dentro de un estupendo nivel, con la excepción del flojísimo tenor que hacía de párroco.


La orquesta, formidable. Ya aludí antes al enorme virtuosismo de las maderas, así que apuntemos ahora la manera en la que ofreció una enorme potencia sonora –Franklin la demandó con creces– en los momentos más encrespados sin que mermara la calidad. Pero por encima de ella hay que destacar la labor del Coro de la Comunidad Valenciana, como siempre bajo la dirección de Francesc Perales. Creo no exagerar si afirmo que su labor en este Peter Grimes bastaría para situarle entre los mejores coros de ópera del mundo. Si Les Arts, pese a los recortes, sigue en primera línea operística, no es sino por contar con unos cuerpos estables de primerísima fila. Eso es lo que marca la verdadera diferencia, no la cantidad de figuras estelares congregadas en el elenco vocal.

Una cosa más: pese a unas cuantas cosas importantes que se le pueden discutir, hay que agradecerle al dimitido Davide Livermore el gran regalo que nos ha hecho programando este Peter Grimes. Ha sido una de las más acongojantes veladas operísticas que he vivido en Valencia. Todavía estoy emocionado.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Peter Grimes en Valencia (I): la escena

Terminé conmocionado tras el Peter Grimes que presencié en el Palau de Les Arts el pasado sábado 10 de febrero. Apenas pude aplaudir. No ya por las bondades de la interpretación, que sin ser redonda alcanzó un altísimo nivel, sino también por la manera en la que me ha agarrado una obra en la que, a raíz de este viaje a Valencia, he podido profundizar discográficamente para ver muchas más cosas que las que antes veía. Permítanme los lectores que comparta la experiencia en dos sesiones: tengo demasiadas cosas en la cabeza y necesito ordenarlas hablando en esta primera entrada únicamente de la propuesta escénica.

La producción venía de La Monnaie de Bruselas y ha sido adquirida por Les Arts. La enorme cantidad de elogios recibida cuando hace años pasó por el Teatro Real fue en gran medida lo que me motivó a desplazarme a la capital del Turia. Ciertamente encuentro su prestigio justificado, aunque su planteamiento me parece un tanto unilateral. Y es que la postura de Willy Decker es marcadamente política, en el sentido más amplio del término. Benjamin Britten y el libretista Montagu Slater no juzgan: se limitan a exponer un drama que discurre de manera inevitable. Decker sí que toma partido. En lugar de individualizar nítidamente a cada uno de los personajes secundarios y a los miembros del coro, fusiona a todos ellos haciendo que actúen como un ente único, una masa tan hipócrita como enfurecida que no admite a quienes no se integran en las convenciones sociales. Su odio hacia Grimes no se deriva de los presuntos abusos –indudablemente físicos, quizá también sexuales– a los menores, sino de su falta de integración. La aparición del coro femenino –vestido de negro, amenazante a más no poder– cuando las cuatro mujeres socialmente marginadas –Ellen, la Tita y sus dos “sobrinas”: una viuda rebelde dispuesta a rehacer su vida más tres prostitutas– cantan su bellísimo número, no deja lugar a dudas la postura eminentemente crítica del regista alemán, quien también arremete contra la religión haciendo que la cruz se convierta en el arma y justificación de la locura colectiva.


Semejante lectura se encuentra más vigente que nunca en estos tiempos en los que la corrección política se impone (¡qué hartazgo de esa imbecilidad conocida como “lenguaje no sexista”!) y cualquier acusación –no pienso exclusivamente en las denuncias por acoso sexual– se convierte de manera automática en un brutal linchamiento mediático en el que el acusado, culpable o no, saldrá muy lastimado sin haber mediado un juicio previo. Willy Decker la expone con valentía, convicción y un soberbio dominio de los recursos teatrales, pero se queda en ella. Y eso convierte a Grimes en un héroe, lo que me parece discutible. El pescador no resulta menos detestable que los demás. No se trata ya de que sea una bestia: de eso no es culpable. Tampoco lo es de pensar –ingenuamente, o quizá no tanto– que a través del dinero logrará el reconocimiento social. Pero sí lo es de su absoluta falta de respeto hacia los demás, sobre todo de los niños que tiene a su cargo. Y de Ellen, a la que obviamente no ama. Casarse con ella no es sino la manera de escaparse a su destino, de contener sus impulsos primarios y de encontrar un hueco en la colectividad. Decker deja un tanto de lado esas circunstancias y se centra en otras. Ciertamente el pescador es menos hipócrita que sus conciudadanos. Más consecuente consigo mismo. Y está dispuesto a luchar por unos ideales. Es una manera de verlo.

Hay una segunda cuestión que sí que me parece censurable: la absoluta ausencia del mar en la propuesta escénica. No me refiero a que no se visualice, sino a que ni siquiera se intuye. Toda la primera parte del primer acto está musicalmente marcada por la cadencia al mismo tiempo sugestiva, hipnótica y ominosa del oleaje, pero Decker rechaza la ambientación marinera y mete a todos los personajes en el interior de una iglesia, de tal modo que los cantos de faena se convierten en canciones de iglesia y los pobres pescadores –incluido Balstrode– en pequeñoburgueses. Tampoco se ve la tormenta, que bien se podía haber materializado a través de unas simples proyecciones. Quizá el regista piense en un conflicto social antes que en un fenómeno atmosférico. Y creo que no acierta en ello. Tanto el mar como la tormenta –la naturaleza, al fin y al cabo– son catalizadores de esos otros conflictos, no una mera metáfora. La partitura hace referencia continua a esos elementos. Los pide. Como en Tristán o en Boccanegra.

Dicho todo esto, la materialización de las ideas de Decker no puede calificarse sino como admirable. El escenario con acentuada pendiente resulta de lo más adecuado, la escenografía resuelve con enorme habilidad la transición de unos cuadros a otros, el movimiento de masas –mucho antes simbólico que naturalista– es perfecto y el aspecto puramente visual ofrece un enorme atractivo plástico, otorgando además al color un elevado componente expresivo y dramático. Hay además grandes aciertos puntuales, como la ominosa entrada de Grimes en la taberna –su enorme sombra se proyecta de manera amenazadora–, el carácter expresionista del baile que abre el último acto –recordando a la casa de Flora de la Traviata del mismo regista, que también vimos en Valencia– o la secuencia final, en la que Balstrode y Ellen se resignan a ocupar su lugar en la sociedad, sentándose con los demás en los bancos de la iglesia y tapando su cara –no ver nada, no oír nada– con las hojas de los cánticos parroquiales.

A la postre, y pese a los reparos expuestos, una impresionante producción.

lunes, 12 de febrero de 2018

Biondi trae el barroco napolitano a Valencia

Estuve ayer en el Palau de la Música de Valencia, rememorando aquellos tiempos en los que podía acudir con cierta regularidad a la capital del Turia gracias a la relativa cercanía –tres horas y media– de mi puesto de trabajo. Programa de barroco napolitano a cargo de Fabio Biondi y sus chicos de Europa Galante, en esta ocasión en formación reducida a tan solo siete miembros, incluido el violinista palermitano.


Lo pasé mal en la primera parte, porque me encontraba tan cansado que me costó seguir la música: Sinfonía en sol mayor de Gaetano Latilla, Concerto III para dos violines, viola y bajo de Francesco Durante, Fuga y grave en sol menor de Johann Adolf Hasse y Concerto grosso nº 4 en sol menor de Alessandro Scarlatti. Claro que en la segunda estuve despejadísimo y concentrado a más no poder: Stabat Mater de Pergolesi. Así que es posible que el cansancio no fuera la única razón. Para qué les voy engañar, las obras citadas en primer lugar no me dicen nada. Lógico que quienes las adoran no gusten de las cosas que precisamente a mí me entusiasman.

En cuanto a las interpretaciones de las mismas, creo que fueron muy correctas. El sonido violinístico de Biondi se caracteriza por su robustez, firmeza y homogeneidad, además de por su brillantez en el agudo, aunque a mí me parece un poco duro. En lo expresivo tampoco me resulta del todo cálido ni sensual, aunque es músico sensato: al contrario que otros colegas que han venido después, no necesita recurrir a desfigurarlo todo para llamar la atención. El resto del conjunto me pareció bueno, sin más. Tocan todos muy empastados y en perfecta sintonía, proyectando una apreciable tensión dramática –que no, vuelvo a insistir, inspiración poética– a sus interpretaciones.

En cuanto al bellísimo Stabat Mater, la parte instrumental me pareció similar a la del registro del propio Biondi que comenté el otro día: en exceso profana y un tanto desangelada. Tanto la tiorba de Giangiacomo Pinardi como el clave y el órgano de Paola Poncet me parecieron solventes. La gran diferencia vino por parte de las voces, a mi entender mucho más empastadas en lo sonoro y mejor sintonizadas en lo expresivo que las de Dorothea Röschmann y David Daniels. La soprano era Damiena Mizzi, finalista en Operalia 2007: buen instrumento –algo metálico por arriba– que, sin resultar en exceso ligero, se mueve bien en las agilidades, pero también sabe ofrecer un intenso dramatismo sin sacar los pies del plato. Junto a ella se encontraba Marina de Liso, bien conocida por los amantes de este repertorio. No es la suya una voz grande ni especialmente sólida en el grave, pero tampoco creo que esta parte la necesitara. Las dos hicieron un estupendo trabajo técnico y expresivo –sin miedo a las vibraciones, por cierto– que culminó en una fuga llena de vigor, de brillantez y de entusiasmo, también por parte de la dirección. A la postre yo quedé encantado. El público no lo parecía menos, porque aplaudió a rabiar y obtuvo un bis: el escalofriante Quando corpus. ¡Qué música!

Tardaré en hablarles del Peter Grimes: aún ando traumatizado.

viernes, 9 de febrero de 2018

Tres Stabat Mater de Pergolesi

Como este fin de semana espero escuchar en Valencia el Stabat Mater de Pergolesi a cargo de Fabio Biondi –aunque obviamente no viajo por eso, sino por el Peter Grimes–, he decidido escuchar seguidas tres grabaciones de esta obra maestra del malogrado compositor italiano que no conocía: la de Christopher Hogwood con la Academy of Ancient Music (Decca), la de Diego Fasolis con I Barrochisti (Erato) y la del propio Biondi con Europa Galante (Virgin), por este orden. Las tres optan por instrumentos originales y por la combinación soprano-contratenor.


La de Hogwood quizá fuera la primera grabada con criterios historicistas, a todas luces mucho más adecuados para esta obra que los tradicionales. Cierto es que, sobre todo en lo que a ornamentación se refiere, la praxis allá por 1987 se quedaba un poco corta si tenemos en cuenta lo que ha llovido desde entonces, pero el desaparecido maestro inglés resulta irreprochable tanto en la articulación como en las fuerzas congregadas: ¿acaso vamos a acusarle de utilizar una cuerda nutrida, cuando sabemos que en la primera mitad del XVIII un mismo autor podía interpretar su obra con plantillas por completo diferentes? Por lo demás, Hogwood dirige con sensatez, elegancia y buen gusto, alejándose de la frivolidad y teniendo siempre presente que esta es una obra religiosa. Emma Kirkby, con su voz pequeñita y sin vibraciones, se muestra muy centrada y sabe no resultar pizpireta, mientras que James Bowman deja constancia de su incuestionable clase. El problema de la interpretación, por parte de los tres intérpretes, es exactamente el que uno puede imaginarse: su sosería, su distanciamiento expresivo e incluso su parquedad de matices.

 
La de Fasolis es otro mundo. Registrada en Suiza en 2012, esta interpretación se ha convertido inmediatamente en mi favorita, incluyendo las otras ahora comentadas y las que conocía con anterioridad (Gracis, Rousset, Akademie für Alte Musik y muy operística de Pappano). La cuerda, de nuevo bien nutrida, frasea con una enorme sensualidad y elevado carácter cantábile. El continuo se enriquece con tiorba adecuadamente imaginativa. Los contrastes están mucho más marcados –sin necesidad de incurrir en violentos claroscuros– y los affetti están mucho mejor atendidos, también por parte de los cantantes: una Julia Lezhneva cuya voz oscura resulta de lo más adecuada –sin miedo, además, de vibrar con abundancia en los momentos puntuales adecuados– y un exquisito –no sé si en exceso– Philippe Jaroussky. Solistas y director sintonizan, en cualquier caso, en lo verdaderamente importante: una expresividad contenida pero sincera que subraya el carácter sacro –de una religiosidad “moderna” para una obra escrita en 1736, pero religiosidad al fin y al cabo– que posee la página, dejando de lado cualquier frivolidad más o menos pagana.


La grabación de Biondi, realizada en Bruselas en 2005, se mueve en el polo opuesto: orquesta mínima –instrumento por parte, tal y como se precisa en la partitura–, tempi rápidos, fraseo nervioso y un clave que sustituye al órgano en los dos números más extrovertidos, otorgando todo ello un carácter más bien profano a la obra. Entiendo que es una posibilidad, pero a mí no me acaba de convencer. Demasiada sequedad, poca “carne” tanto sonora como expresiva, rigidez en el fraseo, escasa diferenciación entre los números, parquedad en los affetti… Tampoco el violín de propio Biondi –más bien duro– frasea con la sensualidad debida. Órgano y clave sí que son extraordinarios, pero no nos libran del tedio. Tampoco lo hacen los solistas. Dorothea Röschmann es una cantante tradicional –vibra todo el tiempo– que en otras ocasiones –con Barenboim, por ejemplo– ha hecho cosas muy notables, pero aquí se muestra apurada en la franja aguda, optando además por un dramatismo un punto forzado semejante contexto interpretativo –Vidit suum–, mientras que David Daniels ni posee una voz del todo atractiva –falta de armónicos en el timbre– ni termina de estar centrado en la expresión, de nuevo más laica que religiosa.

En fin, a partir de ahora, y a la espera de seguir descubriendo versiones, tendré a la de Fasolis como referencia para la partitura. Y a ver si en el concierto del domingo Biondi –asimismo con plantilla mínima, pero con otros cantantes– se muestra más inspirado que en el disco.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Desastroso Ashkenazy

Esta mañana he escuchado las sinfonías Segunda y Tercera de Prokofiev a cargo de Ashkenazy y la Sinfónica de Sídney, dentro de una integral editada por Exton sobre la que tenía puestas mis esperanzas. Me han parecido un horror. Tanto, que no me resisto a dejar aquí unas líneas. Y es que el ya octogenario maestro ruso pasa como una apisonadora por estas partituras, metiendo el mayor ruido posible sin atender a la claridad, ni a los matices, ni a la diferenciación de ambientes expresivos. Así las cosas, el resultado es lamentable en un movimiento tan decibélico y extrovertido como el primero de la op. 40, recreado con demasiada rapidez, exceso de nervio y vulgaridad extrema. El tema con variaciones que viene a continuación está bastante mejor, sobre todo cuando toca resultar anguloso y dinámico; a la hora de destilar lirismo onírico Ashkenazy se queda algo corto, pero al menos no mete la pata como sí lo hace en la variación nº 6, que arranca en exceso pesante y con una flacidez que no es en absoluto de recibo.


Más o menos lo mismo se puede decir de la Tercera sinfonía. Ni ambientes de pesadilla en referencia a la ópera El ángel de fuego, ni porras: precipitación, trazo lineal –agógica por completo plana–, tímbrica poco variada –la estridencia, que en estas partituras no se encuentra precisamente contraindicada, debe ir acompañada por múltiples sutilezas–, nerviosismo y vulgaridad efectista son sus signos de identidad, al menos en los movimientos extremos. El segundo está bien, sin que termine de destilar esa particular mezcla de espiritualidad y erotismo que necesita, mientras que el tercero se limita a resultar anguloso, desaprovechando por completo sus inquietantes remansos.

¿La orquesta? Malilla, o al menos insuficiente y poco trabajada. La cuerda suena ácida y el oboe, en el tema con variaciones de la Segunda, resulta un tanto áfono. No pierdan el tiempo. Pronto les recomendaré un disco con estas mismas obras bastante más satisfactorio que este bodrio monumental.

Onanismo neoliberal

El Teatro Real presume (leer noticia) de haber conseguido un 75% de autofinanciación y de conocer en estos momentos un superávit de 200.000 euros. Una gran noticia, en principio. Lo que no reconoce es que sus butacas se encuentran entre las más caras de Europa, mientras que sus cuerpos estables son solo de mediana calidad: sin ir más lejos, los de Les Arts son aplastantemente superiores. Baste con una comparación actual: un asiento de la mejor clase para Peter Grimes cuesta 135 euros, pero uno para Death Man Walking sale por 219.

Los señores del Real habrán conseguido limpiar las arcas y llenar su teatro con personas dispuestas a desembolsar una buena cantidad para asistir a sus espectáculos, pero hay muchísimos melómanos a los que les resulta imposible ir a visitarles por los elevadísimos precios que cobran por un asiento con visibilidad y acústica digna, salvo que se conformen con ver mal (¡multitud de butacas con visibilidad muy reducida a precios superiores a 60 euros, doy fe de ello!) o con las filas más altas de todo el recinto (que tampoco bajan de los sesenta, dicho sea de paso). O, como hacía yo cuando acudía regularmente, con una entrada de pie.

Eso sí, la noticia es un verdadero deleite onanista para las mentes liberales, esa mismas que aún tienen a Aznar por un gran estadista y a Esperanza Aguirre por su lideresa: el Estado se desentiende en gran medida de estas cuestiones menores que lastran de lo verdaderamente importante, puesto que la cultura demuestra poder financiarse casi por sí sola gracias al patrocinio privado y al respaldo de la taquilla. ¡Qué bien! Que haya muchísimos melómanos que se pierdan la mayoría de sus espectáculos porque no pueden permitírselo les importa un bledo. Quien quiera cultura, que se la pague. Si puede.


martes, 6 de febrero de 2018

Barenboim en París: Carmen y La Arlesiana

Tenía un recuerdo no muy estimulante del contenido de este disco, uno de los más tempranos –quizá el primero– que Barenboim grabara con la Orquesta de París, de la que poco después sde convertiría en titular: suites nº 1 de Carmen y de La Arlesiana. Versiones poco idiomáticas y sin mucha inspiración, pensé en su momento. He vuelto a ellas: no me equivoqué en lo primero, pero sí en lo segundo.


En el Preludio de Carmen el joven maestro –rondaba la treintena– ya debaja bien clara su poderosísima personalidad: hipetrágico, tenso a más no poder y con acentuaciones reveladoras. Sencillamete genial. En el Entreacto nº 1 vuelve a manifestar su voluntad de luchar contra el tópico: en lugar de garbo, chispa y duende, sonoridades amenazantes y mucha mala leche. ¿Estaría pensando en Klemperer? Lento y hermosísimo el Entreacto 2, toda una muestra de flexibilidad en el fraseo por parte de la batuta (¡qué dominio de la agógica!), en perfecta sintonía con una flauta excelente. Diseccionado de manera soberbia y con adecuado humor socarrón el Entreacto III ("Les Dragons d'Alcala"), en el que se lucen unas maderas que aún conservan, aun parcialmente, la peculiar sonoridad de las antiguas orquestas francesas. Lento y muy paladeado, a la manera de Bernstein, el Preludio del acto I con que concluye la suite.

La Arlesiana recibe una interpretación dramática ante todo, pero también de enorme depuración sonora. Arranca severo el Preludio: poderoso, amenazante incluso, para pasar seguidamente a una segunda sección lenta y concentrada que culmina en un clímax de una fuerza sobrecogedora. El Menuet lo plantea el de Buenos Aires sin frivolidad alguna, no dejando de subrayar músculo en la cuerda cuando se presenta la oportunidad, lo que no le impide cantar la melodía con un vuelo lírico y una intensidad sin parangón. Resulta el Adagietto particularmente concentrado, hondo, equilibrando belleza con hondura trágica. El Carrilón se encuentra dicho con mucha energía, resultando vibrante antes que luminoso, al tiempo que se encuentra maravillosamente delineado sin que haya concesión al narcicismo; su sección central destila un lirismo un punto amargo. En fin, puro Barenboim. Quien no guste de semejantes maneras de hacer, ahí tiene a Cluytens, a Martinon o a Abbado.

Lo peor de todo es una toma estridente y con excesiva reverberación. Aun así, recomiendo la audición desprejuiciada. Ah, mi ejemplar en CD añade una magnífica lectura de la Sinfonía del propio Bizet a cargo de los mismos intérpretes.

domingo, 4 de febrero de 2018

Mi otro yo

En realidad tengo tres personalidades. Una, la oficial: profesor de Ciencias Sociales en la secundaria, todavía hoy –no sé si por mucho tiempo si las cosas siguen así en la enseñanza– la dedicación con la que me siento más realizado. Otra, la de apasionado bloguero –y hasta hace no mucho "crítico" oficial en alguna veterana revista– sobre temas de musica clásica. Esa es la que ustedes conocen. Sobre esta última ha ganado terreno de manera considerable una tercera: investigador sobre arte medieval y divulgador de temas histórico-artísticos, preferentemente de aquellos que tienen que ver con mi propia línea investigadora.



Como simple anécdota, les dejo aquí mi única invervención filmada. No estoy muy contento de cómo estuve ese día, entre otras cosas porque quise seguir la línea del programa leyendo una locución sobre un vídeo previamente grabado y, la verdad, a mí lo que se me da mejor es improvisar ante el público. Ni siquiera he visto el programa completo, más allá de breves fragmentos: no soporto escucharme. Pero a lo mejor a ustedes les pìca la curiosidad.

Gracias desde aquí a Juan Félix Bellido por invitarme a colaborar en la serie, y a mi colega David Caramazana (¡ay, cuánta envidia siento de su juventud!) por regalarnos su presencia.

sábado, 3 de febrero de 2018

Batiashvili saca las uñas en Prokofiev

Ayer viernes se publicó este disco en el que Lisa Batiashvili, junto a la Chamber Orchestra of Europe bajo la dirección de Yannick Nézet-Séguin, interpreta los dos conciertos para violín de Sergei Prokofiev, y anoche mismo lo pude escuchar en streaming, pero con calidad CD, a través de la plataforma Tidal, de la que estoy francamente satisfecho. Otro día les hablaré de ella: ahora toca hacerlo sobre los resultados artísticos de este registro, que por cierto se beneficia de la mejor toma sonora que hayan recibido estas dos estupendas obras del autor de Pedro y el lobo. Resultados más que notables, incluso diríase que sobresalientes en el caso del nº 2, pero a mi entender no referenciales.


El disco se abre con una verdadera declaración de intenciones: una áspera, tensa e incluso desgarrada interpretación de la Danza de los caballeros del Romeo y Julieta en arreglo para violín y orquesta de Tamás Batiashvili, el padre de una artista que en esta ocasión quiere dejar bien claro que está dispuesta a enriquecer sus habitualmente líricas maneras con una buena dosis de aristas tanto sonoras como expresivas. Y efectivamente así ocurre con el Concierto nº 1 (ver discografía comparada), dicho con extraordinaria belleza en la forma y un fraseo tan natural como cantable, sino también con una importante intensidad dramática en la que lo afilado del sonido violinístico –riquísimo en colores– y la tensión lacerante, a veces –desarrollo del primer movimiento– de una angustia y una agitación en verdad irresistibles sin que haya lugar alguno al descontrol, ponen de relieve los aspectos más combativos de la página. Lo onírico, lo lírico y lo dramático, en esquizofrénica unión muy característica de Prokofiev, saben ser atendidos por nuestra artista desde la más absoluta sinceridad y, eso por descontado, haciendo gala de un virtuosismo asombroso: no creo que nadie haya tocado aún mejor esta obra.

En realidad, si la violinista georgiana no termina de redondear su aproximación se debe a la dirección de Nézet-Séguin. Y eso que a la labor del maestro franco-canadiense no le faltan virtudes: apreciable sentido del ritmo, transparencia, colorido tan variado como incisivo, amplia gama de acentos y una gran intensidad en la expresión. El problema es que esta resulta un tanto unidireccional. Yannick acierta por completo al subrayar el lado más anguloso, combativo y dramático de esta música repleta de dolor, pero se equivoca al negarle sus raíces románticas. Su lectura carece de la suficiente dosis de calidez, de sensualidad y de vuelo lírico: escúchese a Rostropovich para comprender como una cosa no está reñida con la otra. Resulta además en exceso rápida y nerviosa en el tercer movimiento, no terminando de descargar la suficiente fuerza trágica en su gran clímax (a partir de 6:05) al no encontrarse este lo suficientemente preparado. Eso sí, resulta difícil no descubrirse ante el refinadísimo trabajo de texturas y colores del joven director, perfectamente sintonizado con la estupenda orquesta, en toda la fantasmagórica sección final.

Sigue el Gran vals –no el de la medianoche– de La cenicienta, de nuevo en arreglo de Tamás Batiashvili, perfecta ocasión para que nuestra artista demuestre que cantar, lo que se dice cantar, es capaz de hacerlo como nadie, pero sin dejar de hacerlo con ese trazo curvilíneo y esa mezcla de ironía y lirismo agridulce que necesita el compositor ruso.

El Concierto nº 2 recibe una interpretación más satisfactoria que el primero, por la sencilla razón de que su escritura, pese a la cercanía en el tiempo con Romeo y Julieta, resulta menos “romántica” que la de aquel, y por ende sintoniza mejor con el planteamiento nervioso, tenso y afilado de Batiashvili y Nézet-Séguin. Pero claro, si uno repara en el logro singular de Vengerov y Rostropovich de 1996 –yo he realizado la comparación mientras escribía estas líneas–, se dará cuenta de que en primer movimiento hay frases a las que se le podría sacar mucho más partido –tampoco entiendo muy bien por qué la solista exagera los portamentos de 0:56), mientras que el Andante assai, aun ofreciendo una considerable intensidad dramática, podría encontrarse mucho más paladeado (9:16 frente a los 10:44 del citado registro de Teldec) y ofrecer mayor calidez lírica sin merma de los acentos dolientes que esta página necesita. El Allegro ben marcato conclusivo sí que es sensacional: virtuosismo extremo por parte tanto de la batuta como de la violinista, virulencia en su punto justo y una buena dosis de mala leche –ni rastro del Prokofiev supuestamente juguetón– son sus señas de identidad.

Una particularmente ácida marcha de El amor de las tres naranjas pone punto y final a un disco en el que nuestra querida Lisa Batiashvili deja bien claro que ella también sabe sacar las uñas.

viernes, 2 de febrero de 2018

Debussy por Arrau: más allá de la ensoñación

Volví anoche a un disco de esos para la isla desierta: volumen Debussy de las “Final Sessions” de Claudio Arrau, grabado con excelente ingeniería en 1991 por el sello Philips. Registro incompleto, porque el fallecimiento del genial pianista chileno impidió completar la colección Pour le piano, llegándose a registrar de la misma solo la Sarabande aquí incluida. El resto del programa lo ocupan la Suite Bergamasque –que incluye el celebérrimo Clair de lune–, La plus que lente y el Valse romantique. No es lo mejor del compositor, ni tampoco lo más personal ni representativo de su visionario estilo propiamente impresionista, pero sí un conjunto de piezas de gran belleza que uno escucha extasiado si recibe interpretaciones como las presentes.


Deleitándose ante esta lentísima, prodigiosa recreación del Claro de luna, podría uno pensar que aquí se nos ofrece un Debussy ante todo lírico, ensoñado y un punto otoñal. Pues no. No del todo, al menos. Porque el secreto de estas interpretaciones radica en añadir, a toda esa elegancia, esa cantabilidad en el fraseo, esa exquisitez a la hora de desplegar matices, esa en absoluto narcisista belleza sonora y ese inigualable dominio del rubato que son de señas de identidad de Arrau, un extraordinario sentido de la tensión interna, una apreciable valentía a la hora de marcar contrastes –si hay que pisar el pedal, se pisa a fondo–, una galantería digamos que señorial –sin rastro de fragilidad– y un enorme cuidado para no caer en lo evanescente, lo brumoso o lo excesivamente ensoñado. Nada de concesiones de cara a la galería.

Por lo demás, solo apuntar que la hipnótica manera de jugar con la complicada rítmica de La plus que lente o de señalar las referencias varias del Valse romantique sin traicionar la personalidad del francés dejan bien claro que nos encontramos ante uno de los más grandes maestros del teclado que se hayan conocido.

jueves, 1 de febrero de 2018

Colin Davis y Mozart: el mejor clasicismo

Cada día más cansado del Mozart que se viene haciendo últimamente desde el podio –un verdadero horror lo de Riccardo Minasi en el olvidable lanzamiento de Juan Diego Flórez–, escuchar este disco grabado allá por 1998 en el que Sir Colin Davis dirige un buen ramillete de oberturas del salzburgués ha sido un verdadero alivio. He aquí, con toma sonora absolutamente portentosa, un Mozart para mí referencial. Se pueden preferir aproximaciones más extremas, más contrastadas, pero es difícil –por no decir imposible– hacerlo mejor desde la óptica adoptada por el maestro, que no es otra que la más clásica y ortodoxa a la hora interpretar al compositor.


Este es un Mozart apolíneo, pero no soso. Ágil mas no ingrávido. Transparente sin perder la necesaria densidad. De una elegancia y una delicadeza que no conocen lo trivial ni lo cursi. Es un Mozart, además, increíblemente bien tocado por una Staatskapelle de Dresde en estado de gracia, a la que el maestro modela haciendo gala de pinceles finísimos, atendiendo a cada detalle al tiempo que planifica crescendos con naturalidad milagrosa y frasea con esa nobleza y esa cantabilidad que siempre caracterizaron a su batuta.

Así las cosas, y con la relativa decepción de Don Giovanni, Sir Colin ofrece recreaciones absolutamente magistrales de las oberturas de Nozze, Bastian y Bastiana, Lucio Silla, Finta giardiniera, Rapto, Rè pastore, Idomeneo, Clemenza y Flauta mágica. ¿Lo malo? Ya casi nadie hace un Mozart en esta linea ni con esta calidad. Ahora tocan asperezas, carreritas y espasmos. Así nos va.

La Bella Susona: el Maestranza estrena su primera ópera

El Teatro de la Maestranza ha dado dos pasos decisivos a lo largo de su historia lírica –que se remonta a 1991, cuando se hicieron Rigoletto...